EL MINUTO Y EL AÑO, Antonio Cabrera

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ANTONIO CABRERA, El minuto y el año, Ediciones de La Palma, Madrid, 2008, 300 páginas.

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HAIKUS

   En su día, la cultura japonesa creó un pequeño vehículo hecho de palabras por medio del cual transportar fragmentos de lo real hasta cualquier conciencia dispuesta a recibirlos. Parece mentira, pero las cosas todas se encuentran arrojadas ahí, por doquier, presas de anonimia las más de la veces, como cubiertas por una capa de mudez y de ausencia mientras son dichas y están presentes. Las famosas diecisiete sílabas pretenden hablar de nuevo, esta vez con resonancia, para que las cosas cobren protagonismo, presentes de presencia identificada por fin, con nombre. El haiku es, así, un molde diminuto que se llena con el instante abrillantado a fin de que el instante no pase sin apreciación, o con el hecho en minucia que está constituyendo lo existente al sumarse a las restantes unidades del acontecer, gota en el caudal de lo que hay.
   Bien mirado, sus pocas palabras conforman un punto de vista no siempre sopesado de manera explícita, y que en interpretaciones acaso extremadas trae consigo la exclusión del haiku de la literatura misma, dado que la llamada operación literaria alcanzaría unos niveles de elaboración intelectual, es decir, de entrega al cálculo racional y a lo imaginado, que la breve forma poética nipona más bien busca evitar.
   Parece difícil negar el hecho de que el haiku reniega, al menos, de lo imaginativo. Con voluntad de notario, aparta de sí esas veleidades y dispensa a la realidad manifiesta toda su atención. Su acto de ostensión lo lleva a señalar las cosas o la atmósfera de las cosas con un dedo dotado de efectos enfáticos. Un énfasis atenuado, no obstante, pues de lo contrario la porción de realidad marcada se elevaría por encima del resto justamente en un modo previo a la imaginación. En una escala de cinco, el haiku se mueve en el grado uno del énfasis, no más. Le basta y le sobra con un gesto ostensivo de esas dimensiones para cumplir su propósito: constatar una existencia o un acontecimiento poniendo en las palabras la carga radiactiva exacta, mínima aunque nacida para una fluencia inagotable a través de la cual lo mostrado en ellas —no lo desentrañado ni lo analizado— reverbere en la luz mental, que es experta en lo que pasa fuera de la mente, y se haga —vivo ser siendo— inteligible en la memoria.
   Cuanto existe, y cuanto es hecho existir por lo que existe, podría contenerse en haikus. Un mueble es susceptible de ser dicho, con diecisiete sílabas, en su pura presencia independiente. Igual que la sombra que ese mueble proyecta, distinta a lo largo del día, lo que originaría distintos haikus de la multiforme sombra. También tendrían haiku los objetos relacionados por contacta o no con él, y esos objetos entre sí, y mi trato con ellos. En todo hay haikus. Los destila el aire detenido, y el aire cuando mueve las ramas. Los coches en el semáforo, sus antenas de radio temblonas o impasibles, el peatón que cruza la calle ante ellos: son, todos, haikus en potencia.
   Si pudiéramos estar atentos a perpetuidad, si el mundo no nos distrajera tanto del mundo, sobre cada suceso y cada momento escribiríamos el palimpsesto japonés que los realzara. Bien se que, por fortuna, semejante tarea resulta imposible.
   Aunque todo está lleno de posibles haikus, conformémonos con la incompletud de los ya escritos o los por escribir, con la discontinua intensificación de lo real que habitamos cada día. De todos modos, me permito dejar aquí mi aportación modesta. A mi lado un niño juega con una linterna, la enciende y la apaga dirigiendo el haz luminoso hacia su rostro; esto equivale a un haiku que acierto a pronunciar: 
Parpadear
de la luz. Te oscureces
y brillas más.

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