CUENTOS DE HADAS JAPONESES, Grace James

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GRACE JAMES, Cuentos de hadas japoneses, Satori, Gijón, 2017, 328 páginas.

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EN BUSCA DEL FUEGO

   El sabio poeta estaba leyendo a la luz de la candela. Era la noche del séptimo mes. La cigarra cantaba sobre la flor del granado, la rana croaba en el estanque. La luna y las estrellas habían salido, el aire estaba pesado, cargado de dulces fragancias. El poeta no era feliz, ya que las polillas se congregaban por docenas alrededor de la candela, y no solo las polillas, sino también escarabajos sanjuaneros y libélulas con sus alas iridiscentes. Todos los insectos sin excepción llegaban en busca del calor, y todos sin excepción se quemaban sus brillantes alas en la llama y así morían. Y el poeta estaba afligido.
   —Pequeños e inofensivos hijos de la noche —dijo el poeta—, ¿por qué continuáis volando en busca de la llama? Jamás lo lograréis, aunque os esforcéis y muráis. Necios, ¿acaso no habéis oído jamás la historia de la Reina de las Luciérnagas?
   Las polillas, los escarabajos sanjuaneros y las libélulas se agitaron alrededor de la candela y no le prestaron atención.
   —Conque no la habéis escuchado nunca —dijo el poeta—, aunque es bastante antigua. Prestad atención:
   «La Reina de las Luciérnagas era la más bella y más brillante de todos los pequeños seres que vuelan. Ella moraba en el corazón de un loto rosa. El loto crecía en un lago tranquilo, y se mecía de aquí para allá en el seno del lago mientras la Reina de las Luciérnagas dormía en su interior. Parecía el reflejo de una estrella en el agua.
   Debéis saber, oh, pequeños hijos de la noche, que la reina luciérnaga tenía muchos pretendientes. Innumerables polillas, escarabajos sanjuaneros y libélulas volaban hasta el loto del lago. Y sus corazones estaban repletos de apasionado amor.
   —Ten piedad, ten piedad —imploraban—, Reina de las Luciérnagas, Brillante Luz del Lago.
   Pero la Reina de las Luciérnagas se sentaba y sonreía y brillaba. Parecía que no era sensible al incienso del amor que la rodeaba.
   Al final les dijo a sus admiradores:
   —Oh, vosotros amantes, todos sin excepción, ¿qué hacéis aquí tan ociosos, abarrotando mi casa del loto? Demostrad vuestro amor si me amáis de verdad. Id y traedme fuego, y después yo os daré una respuesta.
   Entonces, oh, pequeños hijos de la noche hubo un rápido zumbar de alas, ya que las innumerables polillas y escarabajos sanjuaneros y libélulas partieron de manera inmediata en busca del fuego. Pero la Reina de las Luciérnagas se quedó riendo. Luego os contare la razón de su risa.
   Así que los amantes volaron aquí y allá en la tranquila noche, llevando con ellos su deseo. Descubrieron luz en celosías entreabiertas y penetraron en el interior de las habitaciones. En un cuarto había una muchacha que sacaba una carta de amor de su almohada y la leía entre lágrimas, a la luz de una candela. En otra habitación una mujer estaba sentada sujetando una luz cerca de un espejo, ante el que se miraba y se pintaba la cara. Una gran polilla blanca apagó la temblorosa llama de la candela con sus alas.
   —¡Ay, qué miedo! —gritó la mujer—. ¡Qué horrible oscuridad!
  En otro lugar yacía un hombre agonizando que dijo:
  —Tened piedad de mí, encendedme la lámpara, pues la negra noche está cayendo.
  —Ya la hemos encendido —le respondieron—, hace rato ya. La tienes a tu lado, y una legión de polillas y libélulas aletean a su alrededor.
   —No puedo ver nada en absoluto —murmuró el hombre.
   Pero todos aquellos que volaron en busca del fuego quemaron sus frágiles alas en la llama. Por la mañana yacían muertos por centenares y fueron barridos y olvidados.
   La Reina de las Luciérnagas permanecía segura en su flor de loto con su amado, que era tan brillante como ella, ya que era un gran señor de las luciérnagas. No tenía necesidad de emprender la búsqueda del fuego, pues llevaba una llama viva entre sus alas.
   Así fue que la Reina de las Luciérnagas embaucó a sus amantes, y de eso se reía cuando los envió a una vana aventura».
   —No seáis engañados —aconsejó el sabio poeta—, oh, pequeños hijos de la noche. La Reina de las Luciérnagas es indiferente a vosotros. Poned fin a la búsqueda del fuego.
   Sin embargo las polillas, los escarabajos sanjuaneros y las libélulas no prestaron atención a las palabras del sabio. Ellos seguían revoloteando alrededor de la candela, y se quemaron sus brillantes alas en la llama y así murieron.
   Rápidamente el poeta apagó la candela.
  —Tendré que sentarme en la oscuridad —dijo—, es la única manera.

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