HISTORIAS DE NUEVA YORK, O. Henry

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O. HENRY, Historias de Nueva York, Nórdica, Madrid, 2012, 184 páginas.

DESPUÉS DE VEINTE AÑOS

   El policía de ronda subió por la avenida majestuosamente. La majestuosidad era habitual y no de exhibición, porque espectadores había pocos. Aún no eran las diez de la noche, pero frías ráfagas de viento con sabor a lluvia casi habían despoblado ya las calles.
   Comprobando puertas mientras hacía su recorrido, haciendo girar la porra con muchos movimientos diestros e intrincados, girándose de vez en cuando para lanzar su mirada vigilante por la pacífica avenida, el policía, con su figura fornida y su ligero balanceo, componía una excelente imagen de un guardián de la ley. El vecindario era de los que se acuestan temprano. De cuando en cuando podrías ver las luces de una cigarrería o de una cafetería de las que están abiertas toda la noche; pero la mayoría de las puertas pertenecía a locales de negocios que hacía mucho que habían cerrado.
   Cuando iba por la mitad de una cierta manzana, el policía aminoró de pronto el paso. En la entrada de una ferretería a oscuras había un hombre apoyado, con un cigarro apagado en la boca. Cuando el policía llegó hasta él, el hombre habló rápidamente.
   —No pasa nada, agente —dijo, en un tono tranquilizador—. Solo estoy esperando a un amigo. Nos citamos aquí hoy hace veinte años. Le suena un poco raro, ¿verdad? Bueno, le explicaré por si quiere usted cerciorarse de que no hay problema. Hace todo ese tiempo había un restaurante aquí, donde está ahora esta tienda... el restaurante de «Big Joe» Brady.
   —Hasta hace cinco años —dijo el policía—. Lo echaron abajo entonces.
   El hombre de la entrada de la ferretería rascó una cerilla y encendió el cigarro. La luz mostró un rostro pálido de mandíbula cuadrada y ojos penetrantes, con una pequeña cicatriz blanca cerca de la ceja derecha. Su alfiler de corbata era un diamante grande, en una posición extraña.
   —Hace esta noche veinte años —dijo el hombre—yo cené aquí en «Big Joe» Brady con Jimmy Wells, mi mejor amigo y el mejor tipo del mundo. Él y yo nos criamos juntos aquí en Nueva York, como dos hermanos, siempre unidos. Yo tenía dieciocho y Jimmy veinte, y a la mañana siguiente yo debía salir hacia el Oeste para hacer fortuna. A Jimmy no había manera de sacarle de Nueva York; él pensaba que era el único lugar del mundo. Pues bien, esa noche quedamos en que nos encontraríamos aquí de nuevo exactamente veinte años después de aquella fecha y aquella hora, fuesen cuales fuesen las condiciones en que estuviésemos o de lo lejos que pudiésemos tener que venir. Consideramos que en veinte años cada uno de nosotros debería tener su vida resuelta y su suerte decidida, fuesen cuales fuesen.
   —Eso parece muy interesante —dijo el policía—. Pero es mucho tiempo entre encuentros, me parece a mí. ¿No ha sabido de su amigo desde que se fue?
   —Bueno, sí, durante un tiempo nos escribimos —dijo el otro—. Pero al cabo de un año o dos nos perdimos la pista uno a otro. En fin, el Oeste es un sitio muy grande, y yo andaba corriendo mucho de aquí para allá. Pero sé que Jimmy vendrá a encontrarse conmigo si está vivo, pues fue siempre el amigo más fiel e inquebrantable del mundo. Es imposible que se le haya olvidado. Yo he recorrido más de mil seiscientos kilómetros para estar aquí, en esta puerta, esta noche, y merece la pena si mi viejo amigo aparece.
   El hombre que esperaba sacó un reloj excelente, con las tapas tachonadas de pequeños diamantes.
   —Faltan tres minutos para las diez —proclamó—. Fue exactamente a las diez cuando nos separamos aquí, en la puerta del restaurante.
   —Le fue muy bien en el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
   —¡Puede apostar que sí! Ojalá a Jimmy le haya ido la mitad de bien. Aunque, bueno como era, solo pensaba en el trabajo. Yo he tenido que vérmelas con tipos muy listos para hacerme rico. En Nueva York uno cae en la rutina. Hace falta el Oeste para que uno espabile.
   El policía hizo girar la porra y dio unos pasos.
   —Seguiré mi camino. Espero que su amigo aparezca sin novedad. ¿Se irá enseguida si no aparece a la hora?
   —¡Por supuesto que no! —dijo el otro—. Le daré media hora por lo menos. Si Jimmy aún sigue en este mundo, estará aquí a esa hora. Adiós, agente.
   —Buenas noches, señor —dijo el policía, y continuó su ronda, tanteando puertas.
   Estaba cayendo por entonces una llovizna fina y fría, y el viento había pasado de las ráfagas inseguras a un soplo constante y firme. Los pocos transeúntes que pasaban por aquella manzana aceleraban el paso, lúgubre y silenciosamente, el cuello del abrigo subido, las manos en los bolsillos. Y en la puerta de la ferretería el hombre que había recorrido más de mil seiscientos kilómetros para acudir a una cita, incierta casi hasta el absurdo, con el amigo de su juventud, fumaba su cigarro y esperaba.
   Esperó unos veinte minutos, y luego un hombre alto de abrigo largo, con el cuello subido hasta las orejas, cruzó presuroso desde el otro lado de la calle. Fue derecho hasta el hombre que esperaba.
   —¿Eres tú, Bob? —preguntó, dubitativamente.
   —¿Eres tú, Jimmy Wells? —exclamó el hombre de la puerta.
   —¡Bendito sea Dios! —exclamó el recién llegado, cogiendo ambas manos del otro con las suyas—. Eres Bob, no hay duda. Estaba seguro de que te encontraría aquí si todavía seguías en este mundo. ¡Bien, bien, bien!... veinte años es mucho tiempo. El viejo restaurante ha desaparecido, Bob; ojalá siguiese aún aquí, para que pudiésemos cenar en él otra vez. ¿Cómo te ha tratado el Oeste, viejo amigo?
   —Estupendamente; me ha dado todo lo que le pedí. Has cambiado mucho, Jimmy. Nunca creí que pudieses llegar a crecer varios centímetros más.
   —Bueno, sí, crecí un poco después de los veinte.
   —¿Y te va bien en Nueva York, Jimmy?
   —Moderadamente. Tengo un puesto en uno de los departamentos de la ciudad. Ven, Bob; iremos a un sitio que conozco y hablaremos largo y tendido sobre los viejos tiempos.
   Los dos hombres se pusieron en marcha calle arriba cogidos del brazo. El del Oeste, su egolatría ampliada por el éxito, empezó a delinear la historia de su carrera. El otro, sumergido en su abrigo, escuchaba con interés.
   En la esquina había una botica, brillaba con luces eléctricas. Cuando llegaron a aquella claridad se volvieron los dos simultáneamente para mirar al otro a la cara.
   El hombre del Oeste se detuvo de pronto y retiró el brazo.
   —Tú no eres Jimmy Wells —le soltó—. Veinte años es mucho tiempo, pero no suficiente para cambiar la nariz de un hombre de aguileña a chata.
   —A veces cambia a un hombre bueno en uno malo —dijo el otro—. Llevas diez minutos detenido, «Silky» Bob. Chicago pensó que podrías haberte dejado caer por nuestro territorio y dice que quiere tener una charla contigo. Tómalo con calma, ¿quieres? Eso es más razonable. Ahora, antes de que vayamos a la comisaría, hay una nota que me pidieron que te entregara. Puedes leerla aquí, en el escaparate. Es del patrullero Wells.
   El hombre del Oeste desplegó el trocito de papel que le entregó el otro. Su mano era firme cuando empezó a leer, pero temblaba un poco cuando terminó. Era una nota bastante breve.
Bob: Estuve a tiempo en el lugar que acordamos. Cuando encendiste una cerilla para prender el cigarro vi que era la cara del hombre que buscaban en Chicago. Yo mismo no podía, ya sabes, así que fui a buscar a un detective de paisano para que hiciera él el trabajo.
JIMMY

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