EL PIE DE KAFKA, Bibiana Candia

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BIBIANA CANDIA, El pie de Kafka, Torremozas, Madrid, 2015, 74 páginas.

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EL PIE DE KAFKA

   Iba a estudiar a la gran ciudad. Mi tía me esperaba en la estación. La había visto una, vez, estando de visita en la ciudad con mi padre. Ahora apenas la reconocía.
   Fue ella Ia que me salió al paso y se colgó de mi cuello, con la retórica habitual de un adulto familiar que encuentra a un joven preguntó atropelladamente por mi familia, me encontró altísimo, ¡hecho un hombre! y con los mismos ojos de mi madre. Nunca sé qué decir en estos casos, las palabras suenan tan vacías que no estimo que haya respuesta que se ajuste más que una fórmula sin significado, así que sólo sonreí y bese su mano.
   La acompañaba su criado Emil, un chico que no tendría más de catorce años, le ordenó que cogiese mi baúl y lo llevase al coche, se lo dijo en un tono radicalmente distinto al que acababa de utilizar para dirigirse a mí.
   Salimos de la estación y el coche estaba estacionado justo .en ffen, te, el chófer sujetaba la puerta, para ayudar a mi tía, y Emil ya estaba cerrando el portaequipajes. Durante el trayecto fue todo el tiempo repitiendo las preguntas de antes, sin dejarme espacio para colocar la respuesta, se contestaba ella misma o simplemente se reía como una soprano y me cogía por la barbilla.
   Mi tía era ese tipo de mujer que vive su vida como un teatro o una opereta. En el asiento delantero el chófer y Emil, eran como dos partes más del automówil, dos nucas inmóviles mirando al frente.
   Cuando llegamos mi tía me llevó a mi habitación, un cuarto sencillo que daba al jardín de invierno, un escritorio, una cama, una cómoda y un armario. Decepcionante para un chico que venía a la gran ciudad con expectativas puestas en la hermana de su padre, viuda de un terrateniente. Quedamos en que desharía mi equipaje, me daría un baño y luego los dos tomaríamos el té. Aún faltaba una semana para empezar las clases y ella quería presentarme a algunas familias que tenían hijos de mi edad, para que fuera haciendo mis primeras amistades. Me quedé solo con mi baúl, me senté en la cama mirando alrededor, es verdad que el cuarto no era gran cosa, parecía más bien la habitación de una vieja difunta, pero era para mí sólo. Una cama grande con un cuadro de la última cena en la cabecera y encima de la cómoda una estampa del martirio de San Esteban. 
   Asomó al cuarto una criada para decir que había un baño preparado para mí, que cuánto había crecido, que estaba hecho un hombre y que tenía los mismos ojos de mi madre. Sonreí. 
   Desnudándome pensaba cuántas veces aún tendría que escuchar los mismo comentarios durante los próximos días. Por fin, mi primer baño sin compartir el agua con mis dos hermanos, sin prisas y en privado. Es verdad que mi tía parecía un poco extravagante en sus formas, pero seguramente en cuanto empezasen las clases y todo se asentase encontraríamos un modo de adaptar nuestras propias rutinas. Supuse que era normal este entusiasmo los primero días. Me di cuenta mientras me secaba de que la ventana del cuarto de baño daba también al jardín de invierno, justo encima de la puerta por donde los criados entraban a la casa. 
   Sentados en el suelo, Emil y otro chico compartían un cigarrillo. 
   —Parece un tonto, le hablan y sólo sonríe. Fuimos a buscarlo a la estación, la señora le preguntaba por su familia, por sus cosas y él sólo sonreía, parecía un alelado.
   —¿Y dónde va a dormir? 
   —En el viejo cuarto de las criadas, la señora ya lo dijo, si lo pusiéramos en uno de los buenos en dos días olvidará de dónde viene y se pondrá insoportable. Seguí espiando las conversaciones de los criados desde la ventana del cuarto de baño, hasta el día, seis años más tarde, en que me marché de aquella casa. El desprecio, un insecto parásito que infectaba todo mi alrededor por aquellos días, me clavó su aguijón en el pecho de tal modo, que la cicatriz aún supura algunas veces.

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