LEER PARA CONTARLO, José Luis Melero

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JOSÉ LUIS MELERO, Leer para contarlo, Xordica, Zaragoza, 2015, 272 páginas.

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En el Prólogo a esta edición (pp. 13-15) señala certeramente el autor que "hubo un tiempo en el que la cultura se adquiría leyendo libros, revistas y periódicos y no consultando Facebook ni páginas en internet". Esta reivindicación de las librerías de viejo como santuarios de la cultura ya había sido editada en el 2003.
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DE CÓMO COMPRAR Y VENDER UNA PRIMERA EDICIÓN DE ALEJANDRO SAWA

   A Madrid suelo acudir también a visitar las dos Ferias del Libro Viejo que se celebran en primavera y otoño. He estado en otras ferias (Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao, Pamplona, Logroño, Málaga, Granada, Santillana), pero ninguna de ellas es comparable a las de Madrid, especialmente a la de otoño, en la que participan muchos de los más importantes libreros españoles, pues además de los madrileños acuden sus colegas catalanes, valencianos, vascos, andaluces...
   Normalmente lo he hecho acompañado de Vicente Martínez Tejero y Ángel Artal, aunque nada más llegar al paseo de Recoletos nos separamos —para evitar competir entre nosotros— y solo nos vemos ya a la hora de comer y a media tarde para coger el tren de regreso a Zaragoza. En las casetas no es infrecuente coincidir con otros zaragozanos (de nacimiento o de adopción) que también tratan de encontrar algunos buenos libros: Rafael Conte, Félix Romeo (que siempre se ha pasado por la Feria el día anterior y para cuando nosotros llegamos ya ha comprado todos los libros interesantes), Javier Barreiro, Antonio Fernandez Molina, Miguel Pardeza, José María Mur (actual presidente de las Cortes de Aragón, a quien vi comprar una vieja primera edición de Ricardo del Arco sobre el monasterio de San Juan de la Peña), Ernesto Tolosa...
   De vez en cuando aparecen excelentes libros a precios razonables pero difícilmente gangas, pues lo primero que hacen los libreros es ver qué ha traído la competencia y comprarse rápidamente los unos a los otros aquellos libros que consideran que están a buen precio y que todavía dan de sí para ser de nuevo remarcados.
   Con todo, yo compré hace unos años en la caseta de un librero madrileño de los menos espabilados, entre una serie de libros apilados en el suelo, una primera edición de La mujer de todo el mundo (1885) de Alejandro Sawa por poco más de lo que costaba entonces una cerveza. Yo ya tenía aquella novela —la había leído justo después de Criadero de curas, que fue el primer libro que conocí del sevillano en una edición de la Biblioteca Anticlerical de las Ediciones Universo de Toulouse—  pero la compré para regalársela a un amigo zaragozano a quien también le gustan los libros raros pero que nunca se desplazaba a Madrid a buscarlos.
   La caseta siguiente a aquella en la que acababa de adquirir el libro de Sawa pertenecía a otro librero de Madrid, al que llamaremos X, enemistado con el anterior y con el que yo mantengo desde hace años una relación cordial. Al preguntarme este, como solemos hacer todos casi rutinariamente, qué había encontrado interesante en la Feria, le enseñé el libro de Sawa que acababa de comprar en la caseta de al lado, explicándole que en realidad no era para mí sino para regalarlo y le confesé, para hacerlo feliz pues sabía que le divertiría la inepcia de su vecino, lo que había pagado por él. X se rió todo lo que quiso de su colega y con tono altivo y postinero, aunque simpático, me dejó bien claro que yo había podido comprar aquel libro gracias a que él no se hablaba con ese librero y no podía visitar su caseta, pues de no mediar esa enemistad habría encontrado y comprado el libro antes que yo dado que hubiera dispuesto del tiempo suficiente para ello pues la Feria había comenzado el día anterior (no sé por qué pero no contemplaba la posibilidad de que hubiera sido un tercero quien lo descubriera). Entonces me hizo por él una oferta excepcional. «Sé qué cliente quiere este libro —me dijo- y cuánto está dispuesto a pagar por él. Yo te lo compro a ti por... y el resto es mi beneficio». La oferta era atractiva y tentadora y sobre todo significaba para mí algo completamente nuevo y desconocido hasta entonces: la posibilidad de ganar un dinero importante sin ningún esfuerzo: comprar en una caseta y vender en la siguiente. Especulación pura y dura. Yo no había vendido jamas un libro en mi vida y al principio me negué. «Lo he comprado para un amigo», le decía yo. Y X me contestaba: «Pero él no sabe nada, hombre. Cómprale otro y en paz. Y gánate un dinero considerable y házmelo ganar a mí». A los cinco minutos me había convencido. Me pudo la codicia. Le vendí, pues, el libro y con el dinero obtenido me pagué el viaje a Madrid, la comida y algunos de los libros que había comprado aquel día. Cuando llegué a Zaragoza le conté la anécdota al amigo para quien estaba destinado el libro de no haberse cruzado X por el medio, se rió y me dijo que había hecho bien, que él habría actuado del mismo modo. Pero yo sé que aquello no fue elegante, no tuvo finura y que nunca debí haber cedido a la grosera seducción del dinero.

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