GEOGRAFÍA MÁGICA, Ana Cristina Herreros

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ANA CRISTINA HERREROS, Geografía mágica, Siruela, Madrid, 2010, 180 páginas.

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Abre el prólogo a esta obra con una sentencia inequívoca: "Hubo un tiempo en que hombres y mujeres sentían la Tierra como si fuese un ser más, con vida propia". Carlos Arrojo aporta las bellas ilustraciones.
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LA LAGUNA DEL CARREGAL

   Se dice que en un lugar llamado Reirís, cerca de Santa Eugenia de Ri­beira, en La Coruña, había en tiempos muy remotos un palacio real, y en el palacio, un rey y su hija, la princesa. La princesa era amada por todos los súbditos del rey, su padre, porque, además de hermosa, era sabia y buena. Ayudaba en cuanto podía a la buena gente, repartiendo entre ellos los manjares que se cocinaban en la cocina de palacio, curando a los enfermos y enseñando a los niños cuentos y cuentas.
   Un año el invierno fue tan frío que la princesa no daba abasto a soco­rrer a los necesitados. Un día de hielo en el suelo y niebla en el cielo, llegó al palacio un hombre con extrañas vestiduras. Bien se veía que no era de allí. Venía aterido, así que en cuanto la princesa lo vio a la puer­ta del palacio, lo invitó a entrar para que se calentase en el fuego de la gran chimenea del salón. Luego le dio de comer un caldo bien caliente y una copa de rojo vino, y le regaló un ropón de su padre para que se abrigase cuando prosiguiese el camino.
   El extranjero se enamoró de la bondad y de la belleza de la princesa y le pidió que se casase con él.
   Pero la princesa no amaba al extranjero como para casarse con él, así que, amablemente, le dijo que no.
   —¡Os arrepentiréis! —exclamó él, enfadadísimo por la negativa, y levan­tando una mano lanzó un encanto.
   En ese momento empezó a temblar la tierra y el palacio a moverse como un frágil árbol que agita el viento. Las casas de los súbditos que se apiñaban alrededor del palacio comenzaron a desmoronarse, y de las fuentes arrancadas de cuajo manaron chorros de agua que corrían por las calles empedradas como si éstas se hubiesen vuelto cauces de ríos.
   En medio del cataclismo, el rey ensilló su caballo y, montando en él con su hija detrás, emprendió la huida. No se habían alejado mucho del cas­tillo cuando vieron en la cima de un monte próximo al pueblo al encan­tador contemplando su obra de destrucción. El rey picó espuelas y, con la espada desenvainada, se lanzó al galope para asestar un golpe mortal a aquel pérfido mago que así acababa con su pueblo. Pero en cuanto lo vio venir, el encantador se transformó en toro para poder huir mejor. El rey lo fue acorralando hasta que lo condujo a la ciudad ya medio sumergida. Cuando al toro le cubría el agua casi todas las patas, la princesa se quitó todas sus joyas y lanzándolas al agua gritó:
   —Ayuda os pido, mis hadas, que encantéis vosotras a este encantador para que no pueda salir de las profundas aguas que ha causado y pene para siempre en el fondo de la laguna.
   El toro, paralizado por el encanto, fue sumergiéndose más y más en las aguas hasta que, bramando de miedo, se hundió para siempre en ellas.
   El rey, la princesa y la gente del lugar que se había salvado abando­naron la ciudad sumergida y se establecieron a orillas de la laguna fun­dando un nuevo pueblo. Y dicen sus descendientes que algunos días se puede oír el bramido de un toro e incluso, si hay niebla, se puede ver, si se mira bien, la habitualmente tranquila superficie de la laguna bor­boteando como si hubiese un animal poderoso respirando bajo el agua.


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