UN MUNDO PROPIO, Graham Greene

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GRAHAM GREENE, Un mundo propio. Diario de sueños, La Uña Rota, Segovia, 2014, 160 páginas.

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FELICIDAD

   Era el año 1965. Había decidido colaborar un poco con la campaña del partido liberal en unas elecciones parciales próximas y elegí una población rural llamada Horden. Al parecer no se podía viajar allí desde la estación central de Victoria, sino que se llegaba por un ramal distinto, la línea de Horden, a la que se accedía por una entrada independiente. Supuse que era una línea muy antigua e interesante, y resultó ser así.
   El primer tren que salió se componía de preciosos vagones que debían de tener más de cien años; sin embargo, ese tren no iba a Horden. El segundo sí, pero estaba abarrotado de gente. Me sorprendió la amabilidad y la jovialidad de los pasajeros, que me acogieron y me hicieron sitio en un vagón muy lleno. Todos llevaban extrañas vestimentas, eduardianas o victorianas, y me fascinaron las estaciones por las que pasábamos. En un amplio andén había niños jugando con globos escarlatas; otra estación remedaba un templo griego en ruinas; en un punto, la vía se estrechó y el tren atravesó una especie de túnel hecho de colchones.
   Nunca en mi vida me había embargado tal sensación de felicidad. Empezaban a apagarse las luces en las pintorescas casas por las que pasábamos, y deseé volver a estar justo a esa hora de la tarde con la mujer que amaba.
   El tren paró junto a una pequeña tienda de antigüedades y oí decir a un pasajero:
   —Ves, todos los hombres están bebiendo o jugando a las cartas.
   Con una pareja joven (la chica, bonita aunque poco sensual, y el marido, un hombre atractivo sencillo, de pelo rizado y cara franca) me sentí casi instantáneamente como entre viejos amigos.
   —Hace cincuenta años que vivo en Londres y nunca había oído hablar de la línea de Horden. Podría hacer este trayecto cada día y no me cansaría —dije.
   –Sólo una cosa: no deje que lo alojen en un hostal, si se queda a pasar la noche —dijo la chica.
   —¿No hay hoteles?
   —Son igual de malos.
   Había decidido olvidarme de hacer campaña. Todo lo que deseaba era visitar Horden. Tenía pensado volver a Londres para la cena, pero de todos modos al apearme pregunté a qué hora pasaba el último tren. Me inquietaba que hubiera salido ya y tener que quedarme en un hostal desagradable. Sin embargo, todo estaba en orden, había un tren a las diez y veinticinco de la noche.
   La chica me cogió de la mano y dijo que me enseñaría el pueblo.
   —Primero os tomaréis los dos una copa conmigo —dije yo. Veía que los bares estaban llenos de gente alegre—. No seréis abstemios, ¿verdad? —pregunté.
   —No —dijo la chica
   —Entonces elige el pub más bonito.
   Todo el tiempo que pasé allí me acompañó esa sensación de felicidad inexplicable. Ojalá pudiera volver un día al pueblecito de Horden, que existe en mi Mundo Propio pero no en el mundo que comparto. 

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