BAZAR, Samuel Ros

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SAMUEL ROS, Bazar, Espasa-Calpe, Madrid, 1928, 216 páginas.

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LA MANCHA ROJA

   Era hermosa, pero nadie sabía comprender su belleza. A su paso llamaba la atención un segundo; después todas las miradas huían en fuga desconcertante. Era que aquella mujer tenía su belleza interrumpida por una gran mancha roja que le cruzaba la cara, una mancha que llamaba las miradas y después las dispersaba, una mancha que hacía pensar en una maldición.
   Lo que nadie podría discutir era su elegancia. Vestía con mucho gusto. Iba precedida de una señora de compañía y llevaba sujeto con una tenue cadenita de plata un perro absurdo como legítimo marchamo de sus trajes muy Londón.
   Le gustaba pasear por los parques poco concurridos, y parecía ir cogida del brazo invisible de un fantasma. En los atardeceres violentos de color, que es cuando el ambiente se hace más humano, ella sentía una profunda tristeza, tristeza de separada, y notaba cómo aquel paisaje, ávido de emociones, hacía suya la mancha.
   Como era rica, tenía muchos pretendientes, hombres inferiores que pensaron que la mancha roja sería capaz de igualarlos a ella. Pero fracasaban porque querían halagarla con los aditivos acomodaticios a todas las bellezas. Era siempre una repetición de lo mismo con la música enojosa de la falsedad:
   —Tienes ojos de cielo. Tu pelo es negro como el azabache, tus manos son más finas que la seda...
   Pero la mancha roja no merecía nada; pasaban por alto aquella su característica, temiendo molestarla, y muchas veces, al describir la tersura de su rostro, se hablan azorado, como si estuviesen a punto de naufragar en aquella laguna irregular.
   Ella reía de estos entes ridículos, y parecía esperar algo inusitado, quizá ser comprendida. En el paseo por los parques solitarios su talle adquíría una flexibilidad de enamorada que se inclina para apoyarse en el brazo de su amado.
   Pasaba el tiempo sin llegar la forma humana del fantasma que la acompañaba; ella pensó que ya no le conocería nunca, y todos los atardeceres, en el parque, se despedía del paisaje lánguidamente, con una renuncia de sí misma y una €entrega mística de su mancha roja. Pero una tarde vio un hombre que la seguía a distancia: era un hombre de simpática juventud avejada, que había tenido la suerte de descubrirla en el parque y que en adelante no podría prescindir de ella. Pocos dlas después se decidió a hablarla:
   —¡Señorita! Usted me sabrá perdonar; pero esa mancha roja de su cara me atrae con una fuerza irresistible; esa mancha roja, que a otros podría parecer como una insolencia en su belleza, es para mí como un divino rubor.
   Y vino el idilio; el idilio que necesitaba ella de un hombre desordenado y desorientado que buscaba la belleza para sí mismo.
   En adelante paseó por el parque apoyada en el brazo de él, y nació el diálogo de un amor nuevo, con una interpretación como merecía:
   —Tu mancha roja, tu divina mancha roja —decía él—, me ha acercado a ti y te separa al mismo tiempo de los demás; yo no puedo tener más celos que los que me da el paisaje que quiere arrebatar tu mancha.
   —Yo te esperaba a ti; yo presentía que mi mancha tendría una interpretación, y he paseado apoyándome en tu sombra. Ahora parecemos una consecuencia.
   Sobrevenía el atardecer; un estremecimiento sacudía la naturaleza, que esperaba su muerte de mentirillas, segura de un abundante renacer. Temblaban las aguas de un lago y temblaba la hoja en el árbol. El paisaje violento de color lloraba la pérdida de una mancha roja...
   Entonces, él dejaba un beso en la mitad blanca de la cara de su novia, que se encendía de rubor y se unificaba con su otra mitad en un todo bello, armónico y magnífico.

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