LUCIÉRNAGAS, Camilo Bargiela

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CAMILO BARGIELA, Luciérnagas, Renacimiento, Sevilla, 2009, 270 páginas.

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Renacimiento recupera, en su necesaria Biblioteca de Rescate, el único libro del bohemio tudense, en una magnífica edición de Emilio Gavilanes. Las secciones Cuentos y sensaciones y Otros cuentos reúnen sus relatos, preferentemente breves.

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INGENUIDAD

   —¿Y ese imbécil, ya volvió?
   —Pero, Ernesto, sólo considerando que es tan discreto al no mezclarse en nuestras cosas, debías ser más indulgente cuando hablases de Antonio.
   —¡Noto que le defiendes con mucho calor! Si no conociera a tu excelente marido, era cosa de tener celos de él.
   —¿Celos tú?... El hombre distinguido que toma las pasiones como un juego, que no interesa jamás al corazón. Quédense los celos para los albañiles y demás gente vulgar que aún cree en el amor, tan desacreditado en nuestros días.
   —¡Dolores!...
   —No, no te defiendas; así es como me resultas, loco mío. Tu desahogo será fingido, lo tendrás por pose, quizá sea una exigencia del buen tono, pero te sienta muy bien. Para amar en burgués, me bastaba con mi marido.
   —Pero, hija, ¿otra vez vuelves a sacar a escena a tu buen esposo? Ten mejor gusto. ¿No ves que desentona el cuadro?
   —Lo que quieras, Ernesto.
   —Debemos olvidarnos del mundo para ocuparnos de nosotros. Hoy estás diabólicamente hermosa.
   —Y tú rematadamente cursi.
   —¡Burlona!
   Sonó un beso, y la chaise-longue gimió agobiada por el peso de Dolores y Ernesto, que se sentaron. Ernesto la miraba con el cínico desenfado que le había dado fama de atrevido y conquistador entre las damas, atusándose el enhiesto bigote, descaradamente levantado sobre sus labios abultados y sensuales. Dolores se extasiaba en muda contemplación, irradiando a intervalos sus pupilas verdes, valientes y crueles, tonos metálicos, donde se revelaba el erotismo que estremecía aquel cuerpo ondulante y nervioso.
   Dolores se incorporó y trató de desasirse dulcemente de Ernes­to, exclamando:
   —¡Casi es de noche! Voy a mandar que los criados enciendan.
   —No; con la luz del crepúsculo los crímenes adquieren cierta grandeza. Espera.
   —Has hecho una frase. ¿Por qué no te dedicas a escribir novelas por entregas? Quizá te labraras un bonito porvenir.
   Las risas de Dolores y Ernesto, francas y ruidosas, se mezclaron.
   Reinó luego el silencio en la estancia.
   Ya brillaban las estrellas como globos de oro, presos entre las brumas de otoño, cuando Dolores mandó que entrasen las luces.
   —¿Qué hora es?
   —Las siete.
   —Tarda hoy más que de ordinario ese.
   —Hija, otra vez ese. Indudablemente te vas enamorando de tu manso compañero. ¡Tiene gracia la cosa!
   Y Ernesto se rió con risa forzada y nerviosa.
   —Lo que tiene gracia, es que tú estás celoso de Antonio.
   —¡Yo!...
   —Calla. Ahí está.
   Sobre la pared se dibujó una sombra que se agrandaba, a medi­da que el ruido de pasos sonaba más distintamente en el pasillo que conducía al salón donde se encontraban Ernesto y Dolores.
   A los pocos momentos apareció don Antonio, con su cara redonda y sin expresión, y su facha bonachona, adocenada e insig­nificante.
   —Da gracias a tu amigo Ernesto, que me acompañó para ayu­darme a matar el aburrimiento.
   Ernesto y don Antonio se saludaron afectuosamente.
   —Sí, amigo don Antonio, aquí me tiene usted cumpliendo gus­toso un deber de amistad. Ya que usted llegó, dejo al feliz matrimo­nio entregado a las dulces intimidades del hogar.
   Apenas había traspuesto Ernesto la puerta del salón, Dolores se levantó, echó los brazos al cuello de don Antonio, con desesperezos de gata, y dejó en los labios de su esposo un beso muy apretado.
   Don Antonio se estremeció al influjo de aquel transporte de su pequeña, como él la llamaba, y Dolores se sintió muy feliz, única­mente porque engañaba al presumido de su amante.

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