CUENTOS DEL GLOBO, Ruth Kaufrnan

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RUTH KAUFMAN, Cuentos del globo 1. Sapos y duamantes, Pequeño Editor, Buenos Aires, 2012, 50 páginas.

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Ruth Kaufman es la encargada de la selección y adaptación de estos tres cuentos bellamente ilustrados por Eleonora Arroyo, Diego Bianki, Claudia Legnazzi y Valerio Vitali.
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LOS DOS HERMANOS Y EL COQUENA

   Eran dos hermanos. Uno era pobre y tenía que trabajar de día y de noche. Era pastor. También iba a los cerros a traer leña y a cazar vicuñas y guanacos. El otro era rico y mezquino. No le daba nada al pobre. Nada le daba y su familia pasaba hambre. Un día, el hermano pobre salió a cazar. No llevaba armas de fuego, solo unas boleadoras cortas, hojitas de coca en la chuspa y maíz tostado en la talega. Ese era su avío. Nada más.
   Anduvo en los cerros buscando. Todo el día anduvo, bajando y subiendo, y no encontraba nada. Hasta que, al final del día, cazó un guanaco. Pero estaba tan cansado que se sentó en una piedra y enseguida se quedó dormido, con el guanaco muerto a sus pies. De repente, lo despertó el grito de un arriero. Cuando abrió los ojos, vio llegar a un ser extraño que comandaba una tropa de ñandués. Más atrás, lo seguía una gran tropilla de vicuñas y guanacos.
   El cazador se levantó. El dueño de los animales se acercó y le dijo:
   —¡Buenas tardes!
   —¡Buenas tardes, señor!
   —¿Qué hace usted aquí?
   —Estoy descansando, señor.
   —¿Qué ha estado haciendo todo el día?
   —Boleando guanacos y vicuñas. He cazado uno solito.
   —¿Y para qué, pues?
   —Soy pobre, necesito carne y cueros, tengo que dar de comer a mi mujer y mis hijos.
   —Está bien.
   El hermano pobre ya se había dado cuenta de que estaba hablando con el Coquena. Debajo del sombrero de ala ancha apenas se veía su cara blanca. Iba vestido con poncho de vicuña, de la más fina. Y en los pies, pequeñitos, llevaba ojoticas con clavos de plata. Y corno el Coquena es el dueño de las llamas, los guanacos y las vicuñas, de los cuises, de todos los animales del cerro, le dijo:
   —Para que no tengas que andar más cazando a mis animalitos voy a darte un regalo. Torná. Pero no le contés esto a nadie. A nadie.
   El Coquena le dio dos granitos amarillos: uno era maíz; el otro, una pepita de oro.
   —Cuando llegues a tu casa, la vacías y la limpiás bien. Después dejás un granito en el fondo y el otro adelante. Cerrás la casa y te vas. No la vayas a abrir hasta el día siguiente. ¡Hasta otro día!
   —¡Hasta otro día, señor!
   Coquena se fue arriando su tropa de vicuñas y guanacos. Todos los animales iban con carguitas de plata. A la luz de la luna, brillaban las monedas.
   El hermano pobre bajó del cerró. Llegó a su casa, hizo todo como le había dicho el Coquena. Durmió con su mujer y sus hijos fuera de la casa. Cuando albeó, se acercaron a mirar. Los cuartos estaban llenos hasta arriba: granitos de maíz en uno; pepitas de oro, en el otro.
   Ya eran ricos. Ya nunca más les faltó nada. Compraron herramientas, animales.
   Hicieron corrales, sembraron. Ya no volvieron al cerro a cazar.
   Pero el hermano rico se enteró y fue a visitar al pobre. Hizo como que se alegraba con todo lo que tenía el otro. Pero se moría de envidia. Y tanto le preguntó y le preguntó, que al final su hermano le contó todo.
   Y el rico se apuró. Fue a su casa y se cambió la ropa. Se puso ojotas, un poncho viejo. Y se encaminó para el cerro. No llevaba arma de fuego, porque lo enojan al Coquena. Solo las boleadoras que había llevado su hermano. Después de mucho andar, cazó un guanaco. Se quedó arriba del cerro, con el guanaco muerto cerca. Pero no se durmió, estaba atento a la llegada del Coquena. Al rato, oyó el ruido de la tropa.
   —¿Qué hacés aquí? —le preguntó el Coquena.
   —He venido a cazar.
   —¿Y para qué cazás?
   —Para darle de comer a mi familia, somos pobres.
   —Voy a darte un regalo para que no tengas que andar cazando y matando a mis animalitos. Sentate. El hermano rico se hincó.
   —Sacate el sombrero. El hermano rico se sacó el sombrero.
   —Tomá, una rosa y un clavel —y lo golpeó con la mano en la cabeza, encima de la frente.
   —Ahora ponete el sombrero otra vez y no te lo vayas a sacar hasta llegar a las casas. No cuentes a nadie esto. ¡Hasta otro día! El hermano rico bajó del cerro corriendo. Sentía un peso cada vez más grande en la cabeza. Como pensaba que era oro y plata, no se sacaba el sombrero. Cuando llegó a su casa se tocó la frente. Enseguida se miró al espejo. Le habían salido dos cuernos. Esos eran la rosa y el clavel que le había dado el Coquena. Dos cuernos que nunca más se pudo sacar.

Luisa Cruz (adaptación de Ruth Kaufrnan) 


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