CUENTOS COMPLETOS (1957-2000), Juan José Saer

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JUAN JOSÉ SAER, Cuentos completos (1957-2000), El Aleph, Barcelona, 2012, 784 páginas.

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EN UN CUARTO DE HOTEL

   El cliente, durante un largo rato, se contempla, abstraído, en el espejo. Su vida pasada y sus proyectos inmediatos no bastan para distraerlo completamente de su cara, de su cuerpo desnudo. Ha engordado un poco tal vez. Ya no anda lejos de los cuarenta. ¿No está empezando a volverse transparente para las mujeres? Unos años más y será como esos hombres maduros, o esos viejos que se parecen todos entre sí, y que deambulan en las ciudades, ignorados por la muchedumbre, grises y anónimos. Recién ahora está empezando a comprobar que la vejez, qué en su primera juventud había pensado que era la edad de la sabiduría, no es otra cosa que una inmersión irreversible y lenta en la bestialidad. De los años vividos ya no le va quedando más que la carne corruptible.
   Pero esos pensamientos pasan rápido. Su compañera de viaje, que se ha demorado en la playa, entra brusca en el cuarto de baño y, rozándolo al pasar, comienza a desnudarse junto a la bañadera. El cliente la contempla a través del espejo: la carne firme, tostada, de la muchacha, se vuelve como más irrefutable y salvaje cuando ella se desata los cabellos y los desparrama con dos o tres sacudidas hábiles sobre los hombros. Después la ve refregarse la carne dura bajo la ducha, con los ojos cerrados y la cabeza alzada que esquiva sin embargo a medias y como por instinto la lluvia espesa. El recuerdo de su propia corruptibilidad se esfuma de la mente del cliente, arrasado por esa presencia densa, persistente, por esa masa de vida nítida que llena el cuarto de baño iluminado, dándole realidad y sentido.
   Mientras lo ve pagar la cuenta en el restaurant, la muchacha piensa que ese hombre con el que vive desde hace quince meses no le ha entregado, al fin de cuentas, todos sus secretos. ¿Cuál es la causa de esos silencios, de esas miradas sombrías, de esas respuestas bruscas a las que suceden, debe reconocerlo, disculpas inmediatas y sinceras? Y sin embargo, desde fuera presenta un aspecto tan saludable, tan compacto y enérgico. La enfermedad, se dice la muchacha, en esta pareja, vendría a estar más bien a mi cargo: soy bastante inestable, y mis exigencias de continuidad, de apoyo incondicional, tal vez representan para él una carga insoportable. Debería, piensa generosa, ser más abierta en el futuro, vivir el tiempo sucesivo sin obstinarme en organizarlo de antemano. Y cuando están saliendo del restaurant la muchacha, después de haber rechazado, con optimismo o tal vez con resignación, sus pensamientos problemáticos, se abandona al ademán amplio del hombre que le rodea los hombros con el brazo y la atrae hacia su pecho. Así atraviesan, lentos y felices, la ciudad desierta en dirección al hotel, en el que una hora más tarde, echados desnudos en la cama, después de copular, se abandonan, separadamente, a sus propios pensamientos y a esa disgregación lenta que precede al sueño, de la que es difícil determinar si es producto del cansancio o bien si la negrura en la que culmina no es más que el estado verdadero y continuo de la mente. Ronquidos, espasmos, suspiros y quejidos llenan, intermitentes, el silencio oscuro del hotel.
   El gerente, que está en la portería desde las ocho, los ve salir del ascensor con las valijas un poco antes de mediodía y les da la cuenta ya lista, recibiendo el dinero y guardando el vuelto que el cliente, con un movimiento de cabeza que indica los pisos superiores, ha dejado de propina para las mucamas. Después los ve desaparecer por la puerta de calle, amplia y entreabierta, y los olvida casi de inmediato, mientras hace desaparecer el original de la factura —el duplicado se lo ha llevado el cliente— entre las hojas de un libro de caja clandestino en el que va llevando, para reducir sus impuestos, una doble contabilidad. En el hall del hotel, un poco pretencioso y ya pasado de moda, no hay nadie a esa hora. El sol de septiembre entra por el ventanal que da a la vereda. Los sillones están vacíos y el televisor apagado. Durante dos o tres minutos no pasa nada (el gerente se ha quedado inmóvil junto al mostrador, pensando no sabe bien qué), hasta que de golpe, el ruido familiar del ascensor, que alguien ha debido llamar desde los pisos superiores, empieza a oírse en el hall iluminado.

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