HISTORIAS DE LOCOS, Miguel Sawa

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MIGUEL SAWA, Historias de locos, Renacimiento, Sevilla, 2010, 144 páginas.

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Sergio Constán, encargado de la edición del texto, convenientemente anotado, escribe en Miguel Sawa, a la sombra de una sombra (pp. 9-28): "Las ficciones reunidas en Historias de locos, se insertan en esa escuela finisecular que halló, en los inusitados desórdenes de la mente humana, su fuente de creación literaria".
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EL GENIO DE LA ESPECIE

   —¡Doctor, doctor, soy feliz!
   El médico, de pie ante  el lecho del enfermo, se  llevó un dedo a la boca, en actitud de imponerle silencio.
   —¡Oh, déjeme usted que hable! Necesito darle gracias a Dios por lo bueno que ha sido conmigo. Todas mis palabras van dirigidas a Él. Todas mis palabras son oraciones.
   Y echándose a reír de repente:
   —¡Pero qué bestias son los hombres! Todo lo extraordinario les asusta, todo lo anormal les admira. Para ellos la vida es una línea recta, de la que arranca una1 curva, a la que llaman la muerte. Y todos tenemos que ir por esa recta y acabar en esa curva. Ley universal. La naturaleza, dicen, es inmutable. ¿La inmortalidad del espíritu y de la materia? ¡Paparrucha!
   Y revolviéndose furioso en el lecho:
   —¡No. me interrumpa usted, doctor! ¡Le digo a usted que la humanidad es imbécil! ¡Sólo Dios, por ser Dios, es grande!
   Y rechinando los dientes de rabia:
   —¡Oh, esos mentecatos!... Nadie, salvo usted, ha entendido mi enfermedad. Oiga usted a esos pedantes diagnosticando. «Los vasos capilares que se desbordan en sangre y anegan el corazón, el vientre que se hincha congestionado por la hidropesía», etc., etc. ¡Majaderos! Para ellos, créalo usted, doctor, me he desviado de la linea recta y voy caminando ya por la curva. ¡Pues bien, no, señores médicos, se han equivocado ustedes; mi corazón funciona con absoluta regularidad, y en cuanto a la hinchazón del vientre yo les aseguré que es perfectamente natural, que es uno de tantos fenómenos propios de mi estado.
   El médico asintió:
   —Uno de tantos fenómenos.
   Pero el enfermo, cada vez más excitado, siguió gritando:
   —¡Pues no han querido hacerme casó! Les he hacho el proceso de mi enfermedad, iniciada, como sabe usted hace nueve meses, y se han reído de mi, creyendo que deliraba. ¡Váyales usted a esos hombres de la línea recta a hablarles de las maravillosas transformaciones de que es capaz el organismo humano, de los milagros, si quiere usted así llamarlos, con que Dios favorece a veces a las criaturas! De seguro que me han tomado por loco, Gracias a que creyéndome en peligro de muerte, han tenido lástima de mí y no me han aplicado la camisa de fuerza.
   Y después de unos momentos de silencio:
   —¡Las leyes inmutables de la Naturaleza! ¿Pero por qué el hombre no ha de ser apto para la concepción y para la maternidad? ¿Por qué las entrañas del macho no han de ser fecundas corno las de la hembra?
   Callose el mísero, anonadado y sin fuerzas, y de pronto se irguió bruscamente sobre la cama, elevó los ojos a lo alto y murmuró con voz grave:
   —¡Gracias, Dios mío, por el bien que me has hecho!
   Y dirigiéndose al médico, que le observaba intranquilo:
   —Gracias a usted también, doctor, por no haberse burlado de mi como los otros.
   Y llorando y riendo al mismo tiempo:
   —¡Oh, si usted supiera!... Mi única ambición, mi único deseo en la vida, ha sido tener un hijo, muchos hijos... ¡No he aspirado a nada más! Cuando me convencí de que mi mujer no era apta para la maternidad, busqué en el adulterio el hijo que me negaba el amor legítimo. Pero Dios no quiso concedérmelo, sin duda porque no me lo merecía. Llegué a odiar a mi mujer, que murió desesperada. Llegue a odiar todas las mujeres. Cuando veía un niño en brazos de su padre lloraba de rabia. Una vez, en el Retiro, engatusé a un pequeñuelo para que se viniera conmigo, pero me lo quitaron antes de llegar a casa. Y a medida que pasaba el tiempo y me iba haciendo viejo mi estéril amor a los niños iba en aumento. Estas pasiones no satisfechas suelen llevar a la locura. Clamé a Dios, pidiéndole que acelerase el momento de mi muerte. Y cuando me confiné en la cama, esperando impaciente que llegase mi última hora, mi vientre comenzó a hincharse, a hincharse... El milagro se había hecho, yo no sé cómo... (ya sabe usted que no hay explicación para los milagros). Llamé a mi médico, y después a otro, y después a otro... Pero todos se reían de mí, nadie quería creer en el hecho extraordinario. Consulté a los más afamados tocólogos, ¡y los insensatos se negaron a reconocerme! Y mientras tanto la enfermedad —llamémosla así— seguía su curso natural; mi vientre se hinchaba cada vez más, y yo sentía dentro de él un peso que me abrumaba... el peso de una montaña. ¿Qué era aquello? Según los médicos, aquello, aquel peso, era agua; según yo, aquello era el hijo esperado hacia tanto tiempo, era que Dios se apiadaba de mí y hacía fecundas mis entrañas.
   Y exaltándose de nuevo, exclamó a grandes gritos:
   —¡Ahora se ha de saber la verdad, ahora se ha de saber quiénes son los locos, si ellos o yo, porque ha llegado el momento del milagro!
   El médico le interrogó.
   —¿Vuelven los dolores?
   —Sí... vuelven.., terribles.., horribles... Parece que mi pobre vientre va a abrirse, va a romperse, va a estallar. ¡Y qué angustia en el corazón!... ¡Doctor, doctor, ha llegado la hora! ¡Mis entrañas se desgarran!. .. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Al fin va a saberse la verdad!
   —Sí, tiene usted razón; ha llegado la hora. No se mueva usted. El parto se presenta normal... Quieto... Voy a por los fórceps.
   —¡Ah! ¿Pero es preciso emplear los hierros?
   — Sí... se trata de un caso extraordinario. Pero no tenga usted cuidado. Respondo de todo, Vamos a anestesiarle para que no sufra usted nada.
   —No tema usted, doctor, no me quejaré... Sabré someterme al castigo que Dios impuso a la mujer: «Parirás con dolor.»
   El  enfermo abrió los ojos, velados ya por la eterna sombra.
   —¿Qué ha sido, doctor, niño o niña?
   —Niño.
   —¿Vive?
   —No... nació muerto.
   —¡Ah, Dios mío, todo inútil! ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?
   Y cerró de nuevo los ojos para no volverlos a abrir más.

EL QUE ESPERA, Andrés Neuman

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ANDRÉS NEUMAN, El que espera, Anagrama, Barcelona, 2000, 152 páginas.

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Frente a "Brevedades", integrado por cuentos más extensos, en el primer bloque del volumen, y bajo el nombre "Miniaturas", Neuman incluye 18 microrrelatos.

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LA ÚNICA VENTANA

   Entre todas las ventanas del edificio, a Julio le interesaba sólo una. No se trataba de la ventana de cristales más brillantes, ni de la más próxima o la menos carcomida. Era como cualquier otra. Sin embargo Julio no dormía pensando en la ventana.
   Sucedía que por aquel rectángulo se dejaba ver de tarde en tarde la morena Carlota, fatal depositaria de todas las bellezas.
   Cada mañana Julio se sentaba en la cocina, único lugar desde donde podía verse bien la ventana, y aguardaba con la mirada fija. Cuando el blanco de la persiana empezaba a mudar en agresivo destello, Julio sabía que estaba sobrepasando el mediodía y comprendía que era necesario comer algo. Las más de las veces, no obstante, era su estómago el que acababa comprendiendo que Julio no podía interrumpir su tarea por motivos tan prosaicos. La persiana se volvía vagamente amarilla y ya debían ser más de las cinco; la atención no era la misma, pero sí la voluntad. Más tarde, por fin, era un tamiz grisáceo, y Julio empezaba a sentir desasosiego. Cuando no podía ya distinguirse la ventana, complacía sin entusiasmo a su estómago. Mientras tanto él se alimentaba del recuerdo de Carlota.
   Las noches habían sido un lento calvario hasta que a Julio se le ocurriera fotografiar la ventana en su hora de más esplendor. Desde entonces trasnochaba sin angustias, e incluso a veces se le colaba algún breve descanso. A las ocho en punto, como cada mañana, desayunaba un poco de aire fresco y se sentaba en la cocina a esperar a Carlota.
   Hubo un tiempo en que Julio cayó enfermo, y no fue la enfermedad lo que estuvo a punto de llevárselo, sino el despiadado ayuno de ventana. Pudo recuperarse, sin embargo, cuando dejó los medicamentos y volvió, cuidadosa y gradualmente, a su disciplina de antaño. Su estómago pareció terminar aceptando el desdeño y se encogió hasta dejar de sufrir. Este fenómeno coincidió con la definitiva desaparición de Carlota de su lejano marco.
   Julio, de todos modos, permanece en la cocina, sentado. Se dedica a aguardar frente al cristal, todavía, al margen de pasiones tales como la esperanza. 

HISTORIAS EN LA PALMA DE LA MANO, Yasunari Kawabata

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YASUNARI KAWABATA, Historias en la palma de la mano, Emecé, Buenos Aires, 2005, 296 páginas.
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La traductora Amalia Sato, en Relatos que caben en la palma de una mano (pp. 9-12), anota sobre estos ciento cuarenta y seis relatos breves escritos entre 1921 y 1972: "Esta narrativa concentrada, que nunca abandonó, representa el lado experimental de Kawabata, que consideraba esta posibilidad como particularmente japonesa, dentro de la tradición del haiku."
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ROSTROS

   Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había dejado de llorar en escena. Y junto con ella, la audiencia lloraba también muchas veces. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente, si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible.
   No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a tantos en la platea como lo lograba esa pequeña actriz.
   A los dieciséis, dio a luz a una niña.
   —No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella —dijo el padre de la criatura.
   —Tampoco se parece a mí —dijo la joven—. Pero es mi hija.
   Ese rostro fue el primero al que no pudo comprender. Y sabrán que su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde donde hacía llorar a la audiencia, y el mundo real. Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
   En algún lugar del camino se separó del padre de su niña.
   Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre.
   Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven.
   Se separó también de su hija, en algún lugar del camino.
   Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.

   Unos diez años más tarde, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre.
   Fue hacia ella. Apenas la vio, se puso a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
   El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Pero ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua.
   Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz.
   Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.

PALINDROMERO, Valentín Rincón

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VALENTÍN RINCÓN, Palindromero, Nostra, México, 2008, 112 páginas.

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En la Introducción (pp. 7-11), Valentín Rincón apunta: "Los palindromas no dicen lo que uno quiere. Se tiene que aceptar lo que ellos dicen. Los hacen las palabras, ellas solas o ligeramente empujadas." Con un hermoso diseño editorial de Alejandro Magallanes, Palindromero es un compendio de "palindromas anónimos y palindromas con paternidad reconocida.

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Adán sé ave, Eva no es nada
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Etna da luz a Dante
Juan José Arreola]
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Salta Lenín el Atlas
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Amigo no gima
[Julio Cortázar]
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Odio la luz azu al oído
[Rubén Bonifaz Nuño]
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Anita la gorda lagartona no traga la droga latina
[José Antonio Millán]
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Onís es asesino
[Augusto Monterroso]
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Ana lleva al leon Noel la avellana
[Valentín Rincón]

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A Dafne el oír Aída diario le enfada
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Nabor, a la irisada hada siria la roban
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TRAVESÍAS, Fernando Aínsa

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FERNANDO AÍNSA, Travesías, Litoral, Málaga, 2000, 128 páginas.

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El mundo es redondo.
Pero nunca es más redondo que cuando uno se aleja y, al seguir alejándose, empieza a volver.
De insistir, nos encontramos sorprendidos en el punto de partida.
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Todo ha cambiado de golpe al haber perdido pie. La geografía natal quedó recortada en un recuerdo que se guardó para siempre en el momento de partir.
(Los árboles lejanos que no dejaban ver el bosque se convierten, sin querer, en objeto de un tratado de botánica exótica)
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Los amigos de antes no siempre serán los amigos de después.
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Mónica está aterrada de cómo pasa el tiempo y de cómo estamos obligados a vivir proyectados hacia delante.
Argumento al paso: las fechas límite para el consumo de los potes de yogur que la obligan a pensar desde hoy en el mes que viene.
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Vuelves y te sientes extraño.
Pasada la primera emoción te das cuenta de que ya no eres el que se fue, sino otro diferente, a mitad de camino entre los que se quedaron y los que han nacido lejos.

PARA / CAÍDAS, Rogelio Guedea

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ROGELIO GUEDEA, Para / caídas, Ficticia / S. de Cultura del Edo. de Colima, México D.F., 2007, 130 páginas.

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EL HOMBRE Y SU DESTINO


   Las he estado observando desde el ángulo de la puerta toda esta mañana. Puedo alcanzar con la vista su destino final, el que muchas de ellas, por cierto, apenas conoce. Una detrás de la otra: avanzan. Algo les dicen las que regresan a las que van. O viceversa. Su lenguaje es intraducible, diáfano, como la gota de luz al interior del ojo. Sobre la espalda llevan un pedacito de madera, un trocito de hoja, una basurilla que, a veces, les arranca el viento. Como están hechas de futuro, ninguna –ni las que van ni las que vienen- miran hacia atrás. Han construido un solo camino para no extraviarse. Dios mismo lo aprendió de ellas: toda la vida se reduce a encontrar un ritmo.

FUERA DE LUGAR, Ricardo Reques

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RICARDO REQUES, Fuera de lugarDePapel, Córdoba, 2011, 58 páginas.

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UNA VIDA NUEVA

   Era una sensación placentera la que sentía allí dentro. Olía a amarillo aunque yo no veía nada, sólo una luz traslúcida y difuminada. En ocasiones algún ruido me balanceaba y todo se oscurecía mientras me llegaba un calor amable. No tenía la menor curiosidad por lo que pudiese ocurrir fuera y, sin embargo, un impulso irrefrenable me empujó a romper con toda mi vida anterior y con ella mi felicidad. Comencé a golpear con todas mis fuerzas aquello que me envolvía hasta que escuché cómo crujía y se resquebrajaba todo mi mundo. Sentí frío húmedo y azul en el momento de la eclosión.

OFICIOS DE NOÉ, Guillermo Bustamante Zamudio

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GUILLERMO BUSTAMANTE ZAMUDIO, Oficios de Noé, Común Presencia Editores, Bogotá, 2005, 106 páginas.

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JUEGO GENIAL

   Las enciclopedias constatan la inconsistencia de las versiones sobre el origen del ajedrez.Queda claro que tal diversión no tuvo un origen único y que, gracias a un proceso de transformación constante. llegó al estado en que hoy lo conocemos, con sus ingeniosas e infatigables posibilidades.
   Parte de dicho proceso es la desaparición de una pieza que antes disfrutaba de funciones especificas. Hoy conocemos parejas de alfiles,caballos y torres, además de peones, rey y dama. Pues bien, antes , entre el alfil y la dama, existía otra pieza: El gato. Uno solo era suficiente.
   El gato no tenia reticencia en orinar el vestido de la dama, desobedecer al rey, hacer mofa de la solemnidad del alfil, empujar a los peones en formación, arañar al caballo y realizar ágiles cacerías de pájaros y baños de sol encima de las torres. Era muy difícil sorprenderlo en la contienda. Debía ser eliminado siete veces.
   No avisaba jaque. Tomaba piezas en cualquier dirección como resultado de perplejantes saltos acrobáticos.
   En el gato del otro bando no veía un enemigo, era frecuente encontrarlos en rochela hacia el centro del tablero.
   Tan maravillosa pieza de ajedrez se sacrificó, no sin sonoras quejas- y pese al respeto que culturas orientales brindan al animalito- a nombre de la seriedad que hoy caracteriza al juego. 

LA SINAGOGA DE LOS ICONOCLASTAS, Juan Rodolfo Wilcock

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JUAN RODOLFO WILCOCK, La sinagoga de los iconoclastas, Anagrama, Barcelona, 1981, 174 páginas.
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SÓCRATES SCHOLFIELD

   Su existencia siempre ha planteado duda. Del problema se han ocupado Santo Tomás, San Anselmo, Descartes, Kant, Hume, Alvin Plantinga. No ha sido el último Sócrates Scholfield, titular de la patente registrada en el U.S Patent Office en 1914 con el número 1.087.186. El aparato de su invención consiste en dos hélices de latón montadas de manera que, girando lentamente cada una en torno a la otra y dentro de la otra, demuestran la existencia de Dios. De las cinco pruebas clásicas, ésta es la llamada prueba mecánica.

AGUAFUERTES PORTEÑAS, Roberto Arlt

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ROBERTO ARLT, Aguafuertes porteñas, Losada, Buenos Aires, 1990, 192 páginas.

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Publicados en prensa en 1933, estos retratos inspirados en la realidad argentina recuerdan, preceden y tal vez hayan influido en el singular carácter de los articuentos de Juan José Millás.
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EL HOMBRE CORCHO

   El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más interesante de la fauna de los pilletes.
   Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a hablaros de su asunto, os dice:
   —Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
   Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os diga que “su buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso”, pónganse las manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más tarde.
   Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la alcanzaba al compañero.
   Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.
   Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos enloquecían luego con la cantinela:
   —Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
   Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maestro, pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos, en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muerto, él se libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en semilla, este malandrín en flor, por “a”, por “b” o por “c”, más profundamente inmoral que todos los brutos de la clase juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su inocencia y de su bondad.
   Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exámenes, aunque sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del corcho.
   Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo increíble.
   En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sintetizada en estas palabras:
   “El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor”.
   Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no “los afectó”. Casi, casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico. Eso mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede pedir a un sinvergüenza de esta calaña?
   Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí donde otro pobre diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras, de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lustrosos y temibles. El caso es que se salvó. Se salvó “sin que el proceso afectara su buen nombre ni su honor”. Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar lo que un hombre no tiene.
   Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las “litis” comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos de quiebras, en los concordatos, verificaciones de créditos, tomas de razón, y todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.
   En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pedirá garantías al ministro y al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrarle? Levantará más falsos testimonios que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela, es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere “acomodar”? Pues, a crearle al síndico complicaciones que lo sindicarán como mal síndico. Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
   Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os libre!
   Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni puntada en falso.
   Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aunque no supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable, este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pagar en la eternidad, cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara inteligencia.
   ¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!

HISTORIAS NATURALES, Jules Renard

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 JULES RENARD, Historias naturales, Debolsillo, Barcelona, 2008, 213 páginas.

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En El Bestiario de Renard (pp. ) Ignacio Vidal-Folch anota: "La concisión y desnudez del estilo le obligaban a la sinceridad.". Las ilustraciones son de Henri de Toulouse-Lautrec; la traducción de Joan Riambaud.
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EL ASNO

I


   Todo le importa un bledo. Cada mañana conduce, con recios pasitos de funcionario, al cartero Jacquot a que distribuya por los pueblos los encargos que ha llevado a cabo en la ciudad, las especias, el pan, la carne, algunos periódicos y una carta.
   Al acabar su ronda, Jacquot y el asno trabajan por su cuenta. El coche les sirve de carreta. Juntos se van a la viña, al bosque o a recoger patatas. A veces vuelven con verduras, otras con escobas verdes, una u otra cosa, según el día.
   Jacquot no cesa de exclamar, sin motivo, como si roncara:
   —¡Arre! ¡Arre!
   En algunas ocasiones, cuando husmea un cardo o si le pasa una idea por la cabeza, se detiene. Jacquot le rodea el cuello con el brazo y lo empuja. Si el asno se resiste, Jacquot le muerde la oreja.
   Comen en el margen del camino, el patrón un mendrugo y cebollas, y el asno lo que se le antoja.
   Regresan por la noche. Sus sombras pasan lentamente de un árbol a otro.
   De repente, el lago de silencio donde ya reposan y duermen las cosas, se rompe, sobresaltado.
   ¿Qué ama de casa extrae a estas horas cubos de agua de su pozo con una polea oxidada y chillona?
   El asno se levanta y expulsa su chorro de voz y rebuzna hasta extinguirse, que le importa un bledo, que le importa un bledo.

II

   Un conejo que ha crecido.

LA SUEÑERA, Ana María Shua

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ANA MARÍA SHUA, La sueñera, Minotauro, Buenos Aires, 1984, 109 páginas.

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   Entre todas las formas de suicidio: retroceder en el tiempo hasta el momento de su propia concepción, impedirla.

ESPANTAPÁJAROS, Oliverio Girondo

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OLIVERIO GIRONDO, Espantapájaros, Proa, Buenos Aires, 1932, 123 páginas.

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   No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisiaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
   Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
   ¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
   ¡María Luisa era una verdadera pluma!
   Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
   ¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”… y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
   Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
   ¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes, la de pasarse las noches de un solo vuelo!
   Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
   Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

EL LIBRO DE LOS SERES IMAGINARIOS, Jorge Luis Borges

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JORGE LUIS BORGES, El libro de los seres imaginarios, Kier, Buenos Aires, 1967, 160 páginas.

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En el Prólogo, Borges y Margarita Guerrero, quien también colabora en el volumen, explican cómo conciben su lectura, más próxima a la de un artefacto lúdico que a la de un libro tradicional: "Querríamos que los curiosos lo frecuentaran, como quien juega con las formas cambiantes que revela un calidoscopio". Las ilustraciones que adornan estas páginas son obra de Silvio Baldessari.
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EL ZORRO CHINO

   Para la zoología común, el zorro chino no difiere muchísimo de los otros; no así para la zoología fantástica. Las estadísticas le dan un promedio de vida que oscila entre ochocientos y mil años. Se lo considera de mal agüero y cada parte de su cuerpo goza de una virtud especial. Le basta golpear la tierra con la cola para causar incendios, puede prever el futuro y asumir muchas formas, preferentemente de ancianos, de jóvenes doncellas y de eruditos. Es astuto, cauto y escéptico; su placer está en las travesuras y en las tormentas. Los hombres, cuando mueren suelen trasmigrar con cuerpo de zorros. Su morada está cerca de los sepulcros. Existen miles de leyendas sobre él; transcribimos una, que no carece de humorismo: Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano y se reían como compartiendo una broma. Trató de espantarlos, pero se mantuvieron firmes y él disparó contra el del papel; lo hirió en el ojo y se llevó el papel. En la posada refirió su aventura a los otros huéspedes. Mientras estaba hablando entró un señor, que tenía un ojo lastimado. Escuchó con interés el cuento de Wang y pidió que le mostraran el papel. Wang ya iba a mostrárselo, cuando el posadero notó que el recién venido tenía cola. ¡Es un zorro!, exclamó y en el acto el señor se convirtió en un zorro y huyó. Los zorros intentaron repetidas veces recuperar el papel, que estaba cubierto de caracteres indescifrables, pero fracasaron. Wang resolvió volver a su casa. En el camino se encontró con toda su familia, que se dirigía a la capital. Declararon que él les había ordenado ese viaje, y su madre le mostró la carta en que le pedía que vendiera todas las propiedades y se reuniera con él en la capital. Wang examinó la carta y vio que era una hoja en blanco. Aunque ya no tenían techo que los cobijara, Wang ordenó: Regresemos.
   Un día apareció un hermano menor que todos habían dado por muerto. Preguntó por las desgracias de la familia y Wang le refirió toda la historia. Ah, dijo el hermano, cuando Wang llegó a su aventura con los zorros, ahí está la raíz de todo el mal. Wang mostró el documento. Arrancándoselo, su hermano lo guardó con apuro. Al fin he recobrado lo que buscaba, exclamó y, convirtiéndose en un zorro, se fue.

LEY DE VIDA, David González

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DAVID GONZÁLEZ, Ley de vida, DVD, Barcelona, 1998, 90 páginas.
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En Ley de vida suceden a los poemas distintos relatos, muchos de breve extensión.
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ZUMO DE NARANJA
        
   Apenas te sostienes de pie. Son cinco días ya sin probar bocado. Los dos últimos, además, sin beber nada.
   Una huelga de hambre en plan salvaje.
   Piensas constantemente en comida. En la comida de la cárcel. En el agua tibia con lentejas. En los garibolos, que podrían servir muy bien para el juego de las canicas. En el arroz viscoso: prueba a tirarlo contra la pared y verás como se queda allí pegado. En las patatas fritas, frías y revenidas. En los huevos fritos, sin yema, cachos de cáscara unidos a la clara.
   El Mellado entra en la celda. Lleva una naranja en la mano. La naranja más grande que has visto en tu vida. Se la pasa de una mano a la otra. La lanza al aire. La recoge. Te mira. Se cachondea:
   —¿Qué, pringao? ¿Cómo lo llevas? ¿Todavía no te has muerto?
   Se apalanca en la cama, a tu lado, y se pone a pelar la naranja. La pela despacio. Sin ninguna prisa. Cuidadosamente. Las mondas las arroja al suelo. No puedes apartar la mirada de sus uñas llenas de roña. El jugo de la naranja le resbala por ios dedos sucios y él deja por un momento de pelar y se los chupa, haciendo todo el ruido de que es capaz, haciéndolo adrede. Se pasa la lengua por los labios, relamiéndose, como lo perra que es. Algunas gotas han caído sobre la almohada, muy cerca de tu cara, demasiado cerca.
   Termina de mondar la naranja, la acerca a ios labios, abre la boca, y cuando va a pegarle el primer mordisco parece arrepentirse; entonces te mira, sonríe:
   —~Quieres que te dé un gajo?
   No. Uno no. Uno es poco. Todos. Los quieres todos. Le arrancas la naranja de las manos y te la llevas entera a la boca. No entra. Te muerdes la lengua, también un trozo de labio. Entonces arrancas los gajos de tres en tres, los llevas a la boca, y para que te entren del todo los empujas con la yema de los dedos. Tienes tanta gusa que los pasas enteros, sin masticar. Lo que masticas son tus propios dedos, tus propias uñas. Te atragantas con las pepitas. Te empapizas. Toses. Te dan arcadas. Te entran ganas de vomitar. Pero sigues devorando la naranja.
   Luego te tiras de cabeza al suelo.
   Todavía tienes que comer las mondaduras.

EL OTRO AFUERA, Lilian Elphick

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LILIAN ELPHICK, El otro afuera, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2002, 152 páginas.

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PIEZA CUATRO

Somos capaces de esperar que las palabras nos duelan...
Enrique Lihn

   Jesús Jiménez, alto, ojos nostálgicos por el trópico, de huesos firmes y largos, de oficio caracolero, deja el billete en la mesita del velador. Es sólo agradecer con realidades, una continuación del cariño feroz que ella, pieza cuatro, puede otorgarle.
   La muchacha dormita con la seducción añeja entre las sábanas, mueve un brazo y murmura las palabras de un sueño. Jesús la observa en la oscuridad asfixiante. Se viste.
   Ella pronto se despereza, canturrea algo hasta que le gritan desde afuera:
   —¡Pieza cuatro, desocúpate!
   Jesús no sabe su nombre. No le importa demasiado. No recuerda que la tristeza es el deseo concluido. Ella tampoco. Mientras se acomoda el vestido vuelve a cantar. Un mambo heredado de otro hombre, alguien que le cantó jadeando encima de su sonrisa.
   Afuera la apuran. Un puño enérgico golpea la puerta. Jesús saca de su bolsillo un caracol pequeño, un hijo de los gigantes que vende a los turistas que llegan a la isla.
   —Tome.
   Ella lo recibe y se sonroja.
   —Hace tiempo que no llegaban regalos —dice, alegre.
   Abre sus manos y lo hace rodar de un lado a otro. Lo acerca a su oído:
   —Para escucharlo a usted también.
   Jesús se acerca a ella y desliza un dedo por sus labios. Nuevamente ella siente la sal y el romper de olas azotando sus caderas.
   —Volveré —responde él dándole la espalda al oír los golpetazos.
   —No abra todavía. Déjela.
   Ella cubre el pestillo con su cuerpo.
   —Usted no va a volver, ¿verdad?
   Jesús Jiménez no le responde y la aparta con suavidad, sin mirarla.
   Al salir, una bocanada de aire caliente le indica la salida. Ella corre detrás de él.
   Una vieja la encara, agarra su hombro con fuerza hasta detenerla.
   —Cámbieme de pieza, Doña Octavia, no quiero la pieza cuatro —dice ella, molesta.
   Un hombrecillo le hace señas.
   —Ahí te quedas, muchacha —le contesta la vieja, haciendo pasar al siguiente.
   Antes de perderlo de vista, ella dice: No volverá.
   Él se aleja, atraviesa el jardín descuidado, elige el camino más corto para llegar a la playa y embarcar. De su bolsillo saca otro caracol diminuto, luego otro más, hasta tener muchos. Los tira a la arena para que se hundan en un naufragio seco y sin memoria.

CONVICCIONES Y OTRAS DEBILIDADES MENTALES, Guillermo Bustamante Zamudio

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GUILLERMO BUSTAMANTE ZAMUDIO, Convicciones y otras debilidades mentales, Deriva, Bogotá, 2005 (2003), 114 páginas.

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MUNDOS PARA-LELOS

   Acá no somos libres. Debemos dejar la más inaplazable ocupación para correr tras los espejos cuando ustedes van a mirarse. Nos toca sonreír falsamente, excoriar la piel, improvisar el llanto, ejecutar los movimientos más absurdos…, todo para no decepcionarlos o asustarlos, para alimentar su vanidad, para corroborar diagnósticos, para que no los acusen de locos…

HISTORIAS DE LOCOS, Miguel Sawa

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MIGUEL SAWA, Historias de locos, Domenech, Barcelona, 1910, 205 páginas.
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En Advertencia del editor (p. 205), Emilio Vallés señala que completan esta obra póstuma algunos cuentos que no coinciden en "la tónica de los Cuentos de locos". 
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MI OTRO YO

   Dicen que la Naturaleza no se repite jamás, no da a la vida dos seres iguales, que todos los hombres son distintos entre sí. ¡No crea usted semejante absurdo!
   Yo no soy un tipo vulgar, yo no soy un cualquiera, yo tengo personalidad propia, y sin embargo...
   Tal como soy físicamente, tal como soy en conjunto y en detalle, ha habido un hombre en el mundo. Dijérase otro yo. Una gota de agua y otra gota de agua. Quien le viera y me viera tenía derecho a dudar de mi madre.
   Míreme usted bien, ligeramente, atentamente... ¿Ve usted estos ojillos azules, de párpados abombados y mirar centelleante? ¿Ve usted esta gran nariz de loro, corva y puntiaguda, atrevidamente inclinada hacia la izquierda? ¿Ve usted este pelo rojo, y esta barba rala, y esta tez pecosa? Pues los mismos ojos y la misma nariz y el mismo pelo y la misma barba que yo tenía aquel demonio de hombre.
   Pero hay más: le digo a usted que la identidad era completa. Fíjese usted en esta cicatriz que parte en dos mi frente. Pues otra de igual forma y tamaño y en igual sitio tenía aquel miserable.
   Y cojeaba como yo del pie derecho, y le faltaba como a mí el dedo pulgar de la mano izquierda...
   ¡Otro yo, le digo a usted que otro yo!
   ¡Mi mismo modo de reír estridente, mi mismo modo de hablar gangoso, mi mismo modo de accionar violento, mis mismos gestos extravagantes!
   Y se llamaba como yo, Juan; y tenía el mismo apellido que yo, Expósito; y había nacido en el mismo día y en el mismo mes y el mismo año que yo, el 14 de octubre de 1864.
   Él no tenía familia; yo tampoco. Éramos en todo iguales. Pero pensábamos y sentíamos de distinta manera. Él era... como era, y yo soy... como soy.
   Ya le he dicho a usted: en lo físico, una gota de agua y otra gota de agua; en lo moral, él tenia su corazón y yo el mío.

   Voy a contarle a usted cómo conocí a mi hombre. Hará del suceso unos cuatro años. Iba yo una noche, ya de retirada, camino de mi casa, y al doblar la esquina de la calle de Peligros me di de manos a bocas con él.
   —¡Animal!
   —¡Bárbaro!
   —¿Pero donde lleva usted los ojos?
   Y al levantar el bastón para agredir al insolente quedé estupefacto.
   —¡Pero esa cara es la mía!
   —¡Pero usted es tan feo como yo!
   —¡Caballero!
   —¡Señor mío!
   —¡Debo advertirle a usted que solo en Carnaval está permitido disfrazarse!
   —¡El que va disfrazado es usted!
   Y como la polémica se hacia interminable, le cogí violentamente de un brazo y le llevé arrastrando hasta el farol más próximo.
   ¡Quedé estupefacto! Aquel hombre era otro yo; era yo mismo.
   —¡Pero esto no puede ser!
   —No, señor, no puede ser.
   —¡Debo de estar loco!
   —¡Debo de estar borracho!
   Decidimos, para aclarar la cuestión, entrar en el café de Fornos. Yo estaba resuelto a llevar a aquel farsante al Juzgado de guardia, por usurpación de personalidad, si no me satisfacían sus explicaciones.
   A la octava copa de cognac mi otro yo me contó su historia, una historia vulgar y triste, la eterna historia de «Pedro, Juan, Francisco, etcétera».
   La borrachera nos dio por reír.
   —¡Ja, ja! ¡Caso más gracioso!
   —¡Pero si somos absolutamente iguales!
   —¡Una broma de mamá Naturaleza!
   —¡Una broma de papá el Destino!
   De pronto mi homogéneo se tornó grave.
   —Hermano —me dijo— tu vida y la mía son obra del Misterio. ¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo? Acaso una misma madre nos trajo al mundo, acaso somos fruto de un mismo vientre impuro. La Casualidad, gran auxiliar del Misterio, nos ha reunido. No nos separemos ya más. Yo seré, si quieres, y aunque no quieras, de ahora en adelante, tu amigo, tu hermano... Yo no he amado a nadie. Necesito a alguien a quien querer... Toma mi mano... ¡Así! ¡Estréchamela con fuerza! ¿Amigos para siempre? ¡Hermano, hermano, que sea la Felicidad y no la Desgracia quien nos ha reunido esta noche!
   ¡Sí, hermano! ¡Valiente farsante!
   ¡Vaya un modo de entender la fraternidad que tenia aquel canalla!
   Créame usted, caballero, desde la funesta noche en que conocí ese hombre, yo no he vuelto gozar un solo momento de tranquilidad.
   Mi otro yo se vino vivir conmigo, a mi casa, en mi compañía, como si efectivamente fuéramos hermanos. Y todo lo que era mío, todo lo que era de mi propiedad, pasó a ser suyo: mis muebles, mis libros, mis ropas, mis alhajas, mi dinero...
   ¡Y si hubiera sido eso solo! El miserable, usurpando mi personalidad, cometió toda clase de abusos y desmanes, poniéndome más de una vez en trance de ir a la cárcel o quizá a presidio.
   Y ahora permítame usted que le haga una declaración, una declaración importante. Aquí donde usted me ve, yo he sentido un gran horror hacia las mujeres. Siempre que he podido huir de ellas, he huido. Es un sistema que le recomiendo. Da muy buenos resultados.
   ¡Ay, amigo mio! Pero conocí a Regina, —y esta vez si que no pude huir!— y al conocer a Regina conocí al amor.
   Nunca mujer alguna ha ejercido tan poderosa influencia sobre un hombre. Dejé de ser; mi cerebro y mi corazón fueron suyos; dejé de ser; yo no pensaba sino lo que ella; yo no sentía sino lo que ella... Uno de tantos casos de anulación por amor como se ven en la vida.
   ¡Y mi hermano se enamoró también de Regina! Era lo lógico ¿verdad? ¿Todo lo mio no era suyo? ¡Pues entonces!...
   Decidido a asesinarle, le interrogué una noche.
   —¡Miserable! ¿Vas a robarme también el amor de esa mujer?
   Mi otro yo, quizás por miedo, se arrojó a mis pies gimoteando.
   —Perdóname, hermano..., Estaba loco, estoy loco... Ya veo que somos incompatibles. La fatalidad se ha empeñado en separarnos. Tú y yo sobramos en el mundo —suspiró, y vi que sus ojos se llenaban de lágrimas.— Nada temas de mí... sabré cumplir mi deber, sabré sacrificarme. ¡Regina!... —y al pronunciar este nombre el misero rompió a llorar desesperado~ ¡Tú no sabes lo que la amo!
   —¡No tanto como yo! —le repliqué furioso.
   —¡Calla! ¡Qué sabes tú de eso!—siguió el miserable— ¡Oh, esa mujer!— dejó de hablar, ahogado por los sollozos.—¡Esa mujer! ¡Yo no sé qué daría por poseerla! Pero no temas, hermano: sabré cumplir con mi deber. Déjame que te abrace. ¡Ya no volveremos a vernos más en la vida! ¡Me voy para no volver! Perdóname todo el mal que te hecho... Ya sé que he sido ingrato y desleal contigo. ¡Perdóname! Un abrazo. ¡Que la hagas feliz! ¡Adiós, hasta que nos volvamos a ver en la otra vida, si hay otra vida después que ésta!
   Me dejé abrazar sin contestarle palabra.
   —Dame tu revólver.
   Se lo di.
   —¡Adiós, hermano, que la hagas feliz!
        
   Con la fuga de mi otro yo volvió la tranquilidad a mi espíritu y por espacio de algunos meses fui feliz en el amor de Regina.
   Y llegó al fin el día, ¡tan ansiado! en que adquirí el derecho de que aquella mujer fuese mía.
   Imagínese usted de mi emoción al dirigirme a la alcoba donde me esperaba, anhelante, la esposa de mi alma. ¡Oh, qué dulce embriaguez la de aquellos momentos!
   Abrí, temblando, la puerta del santuario.
   —¡Regina! ¡Regina!—grité, sin gritar.—¡Soy yo!
   Abrí la puerta y di luz. Imagínese usted mi asombro y mi indignación. Mi mujer no estaba sola. Con ella había un hombre. ¡Mi hermano.
   —Sí, soy yo— me dijo — que he usurpado una vez más tu personalidad y he ocupado tu puesto en la fosa nupcial.
   —¡Caín!    
   —¡Si que lo soy, y por eso después de poseerla la he matado para que no fuera de nadie más que de mí!
   Le cogí por el cuello.
   —¡Miserable!
   —¡Mía! ¡Solo mía!
        
   Después...,después no sé lo que pasó. El hecho es que me han declarado loco y me han traído a este manicomio.
        

HISTORIAS VERDADERAS, Ana María Shua

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ANA MARÍA SHUA, Historias verdaderas, Sudamericana, Buenos Aires, 2004, 192 páginas.
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EL DÍA EN QUE PERDIMOS A TÍO PAUL

   Hasta hace unos años, los domingos a la mañana, la abuela Pepa caminaba veinte cuadras alrededor de la plaza acompañada por tío Paul. A él le encantaba salir, era el primero en proponer el paseo y daba gusto verlos andar juntos. Pero en los últimos años tío Paul está viejito y ya no tiene tanta resistencia, ni puede acompañar el paso enérgico de la abuela. Anda decaído, renguea un poco, respira con dificultad, le cuesta subir escalones. Si nunca fue de mucho apetito, ahora come cada vez menos: su porción es realmente minúscula. Cuando sale con el abuelo Salo, apenas alcanza a dar una vuelta manzana. Todos lo queremos, especialmente mis hijas: se alegra tanto de verlas, es macanudo, es cariñoso, es su tío Paul.
   Un domingo al mediodía suena el teléfono en casa. Es mi madre, y en su voz vibra una nota de angustia.
   —Vení enseguida. Estamos muy preocupados. Se perdió Paul —dice, casi llorando.
   —¡Tío Paul! —gritó afligida.
   Un rato después estoy en su casa, compartiendo el malestar de la familia.
   —Salimos juntos —dice el abuelo—. Me paré en un kiosco y cuando me di vuelta ya no estaba —hay un matiz de culpabilidad en su tono y la mirada de la abuela no contribuye a que se sienta mejor. Tío Paul está frágil, debió haberlo cuidado mejor.
   —Escaneé una foto y ya hice los cartelitos en la computadora. Los puse por todo el barrio.
   Ofrezco recompensa para el que lo encuentre. Puse el número de mi celular y no de casa por las dudas, si lo secuestraron no quiero que sepan mi dirección —dice mi mamá, que es una abuela bastante tecno.
   —¿No vas a hacer la denuncia?
   —Todavía no.
   —La semana pasada —le digo— me dieron por la calle una tarjetita de un detective de perros.
   —¿Un qué? —dice asombrada la abuela.
  —Un detective de perros. Encuentra perros perdidos. Cobra un fee por día y te garantiza cierto número de avisos en los medios y en la web, además de la búsqueda personal.
   Pero en ese momento escuchamos un alegre ladrido detrás de la puerta. Una vecina encontró a Paul acurrucado en el umbral de la casa de al lado: tío Paul, como lo llaman mis hijas, un poco celosas del trato preferencial que le da la abuela a su mimado Yorkshire Terrier.

LIBRO DE JUEGOS PARA LOS NIÑOS DE LOS OTROS, Ana María Matute

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ANA MARÍA MATUTE, Libro de juegos para los niños de los otros, Lumen, Barcelona, 1961, 50 páginas. Fotografías de Jaime Buesa.
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EL JUEGO DE TODOS LOS DÍAS QUE NO TIENE TRAMPA

   Éste de todos los días es el peor juego; el más maldito juego. ¿Y mañana, y pasado, y el otro, el otro, el otro...? Nos lo sabemos todo, y ¿para qué? Somos nosotros, y mañana será otra vez mañana. Y nada más. ¡Si lo sabemos todo! No nos da miedo ya, estamos aburridos de jugar y nadie puede levantarse y decir: He terminado. Porque no hay trampa, y mañana es otra vez mañana. Hay que jugar.

CUENTOS COMPLETOS, Rodolfo Walsh

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RODOLFO WALSH, Cuentos completos, Veintisiete Letras, Madrid, 2010, 648 páginas.

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Walsh: el oficio de narrar es el prólogo de Viviana Paletta a una edición completa de los cuentos del intelectual argentino, que incluye, además de los títulos que publicó en vida, todos sus textos de compilaciones póstumas. En estas palabras introductorias se destaca que, a pesar de que su trágica desaparición le privó de concluir su búsqueda de "formas y actitudes narrativas", fue capaz de llegar a un "consumado manejo de la técnica de la composición del texto (…), así como a su maestría en el empleo de recursos estilísticos, del humor y la ironía, de los cambios de tono; en resumen, toda la batería de herramientas al alcance de un escritor."

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LA NOTICIA


Era una mujer rubia, de unos cuarenta años, probablemente alemana. Se llamaba Gertrudis. Lo que decía era esto:
   —A mí me han comido siete veces los dragones, pero siempre me tuvieron que vomitar.
   —¡Ah! —dijo el periodista cortésmente, cerrando su libreta de apuntes—. ¿Y por qué, señora?
   El estudiante de medicina que acompañaba al periodista sonrió al oír la palabra señora.
   —Porque soy una diosa —dijo la señora Gertrudis.
   —Una diosa —dijo el periodista.
   —Sí. Fíjese —confió la señora Gertrudis señalando con el brazo a su alrededor, en un movimiento muy delicado—. Por mí caen todas las hojas del otoño. Miren cómo caen.
   El periodista miró. El patio del manicomio estaba lleno de árboles, y de los árboles caían millares de hojas secas. Detrás de los muros había otros árboles y de ellos también caían las hojas, en una silenciosa, interminable, inundación. El periodista vio que caían por todas partes al mismo tiempo, acaso en todo el mundo, y se preguntó cómo iba a hacer para dar esa noticia.
   Dijo:
   —Por favor, señora, baje el brazo.
   La señora Gertrudis, con pena, bajó el brazo. El aire se volvió otra vez limpio y puro, y el periodista se alegró de no tener que pasar una noticia tan extraña.

OJOS DE AGUJA, José Díaz (editor)

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JOSÉ DÍAZ, Ojos de aguja, Círculo de Lectores, Barcelona, 2000, 175 páginas.

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José Díaz preparó ya en el 2000 para el Círculo de Lectores esta edición no venal subtitulada Antología de microcuentos, un magnífico anticipo de su labor de divulgación posterior como editor de Thule. Cierra el volumen una desbrozadora Bibliografía  (pp. 169-175); lo abre un Preludio (pp. 5-6) en el que defiende, con su relectura del dinosaurio de Monterroso, el poder sugerente de estas narraciones condensadas.

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SADISMO Y MASOQUISMO

   Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade y, masoquísticamente, le ruega:
   —¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
   El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
   —No.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT

MANUSCRITOS BERLINESES, Arthur Schopenhauer

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ARTHUR SCHOPENHAUER, Manuscritos berlineses, Pre-Textos, Valencia, 1996, 264 páginas.

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A través de un completo estudio introductorio, Roberto R. Aramayo, responsable también de la selección de textos, traducción y anotaciones, proporciona algunas de las claves que ayudan a descifrar el pensamiento del filósofo alemán.

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El espíritu es mortal, pero la voluntad no. 
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Este mismo mundo es el juicio final. 
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Cuando muere un héroe, no suele embalsamarse su cerebro, sino su corazón. 
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Si la vida y la existencia fuera un estado satisfactorio, todos nos sumiríamos a regañadientes en el estado inconsciente del sueño y lo abandonaríamos con sumo agrado. Pero es justo al revés: todos nos vamos muy gustosos a dormir y nos desagrada enormemente despertarnos. 
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La lejanía, que achica los objetos a la vista, los aumenta para el pensamiento. 
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 Todo pensar, es decir, representar algo en conceptos abstractos, constituye propiamente un mero recuerdo, una nueva disposición de lo sabido con anterioridad y, por ende, de lo intuido, que viene a ser la base de todo concepto. Un verdadero conocer, esto eso, el percibir algo de nuevo y por vez primera sólo es dado por la intuición
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Entre el genio y el loco hay una semejanza: el vivir en un modo aparte del que existe para todos los demás.

CUENTOS DE LOS SABIOS JUDÍOS, CRISTIANOS Y MUSULMANES, Jean-Jacques Fdida

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JEAN-JACQUES FDIDA, Cuentos de los sabios judíos, cristianos y musulmanes, Paidós, Barcelona, 2007, 184 páginas.
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EL BARQUERO
        
   Este hombre era uno de esos fanáticos de Dios, uno de esos hombres ebrios de Dios, uno de esos que se pasan la vida rezando mientras escrutan incansablemente el cielo en busca de alguna señal.
   Este hombre ejercía el antiguo oficio de barquero. Entre dos éxtasis, con su vieja barca, ayudaba a la gente a cruzar el río, a cuya orilla se había instalado. Pero este hombre era también un ser sencillo y sin dobleces. Nunca había aprendido a leer ni a contar. E incluso a veces, durante los momentos de soledad, llegaba a olvidar que sabía hablar. Por ello sus plegarias se parecían más bien a tiernas melodías que salían de sus labios o también a gritos y clamores que dirigía al cielo, tan grande era su devoción.
   Un día llegó un sacerdote que quería cruzar el río. Al ver a este hombre en trance rodando por el suelo con grandes gesticulaciones, estertores y zarandeos, el sacerdote le preguntó:
   —Hijo mío, ¿qué estás haciendo?
   —Estoy rezando... —le respondió el hombre.
   —Ah, pero no es así como hay que rezar —le interrumpió el sacerdote—. Tienes que arrodillarte, juntar las manos y decir: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad...».
   El sacerdote le enseñó toda la plegaria y el barquero se puso loco de alegría. Le dio las gracias efusivamente al santo hombre e incluso le confió su barca para que cruzara el río, porque quería ponerse inmediatamente a rezar esta nueva oración.
   En cuanto el sacerdote se hubo ido, el hombre se arrodilló, juntó las manos, se concentró, sudó... No le vino ninguna palabra a la cabeza, lo había olvidado todo! Y el sacerdote estaba ya en el medio del río. Entonces, sin dudarlo ni un instante, el barquero se levantó el sayal y se puso a correr sobre el agua. Llegó a donde estaba el sacerdote y le tocó el hombro:
   —¿Cuáles eran las palabras que me habéis enseñado? ¡ No me acuerdo de nada!
   Y viendo a aquel hombre de pie sobre el agua, el sacerdote respondió:
   —Sigue haciendo lo que hacías antes. Ya estaba bien así.
   Y bendiciendo el cielo, el sacerdote continuó remando.
        

ANTOLOGÍA ZEN, Thomas Cleary (editor)

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THOMAS CLEARY (editor), Antología zen. Cien historias de iluminación, EDAF, Madrid, 1995, 168 páginas.


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RESOLUCIÓN

   Settan se hizo monje cuando sólo tenía diez años. Un día decidió viajar para encontrar un verdadero guía, y pidió a su mentor permiso para abandonarlo. Su mentor se negó.
   Determinado a encontrar la Vía, Settan decidió partir sin decírselo a nadie y se fue, colgando una nota en la puerta del templo que manifestaba: «Hasta que alcance la Vía, nunca entraré por esta puerta de nuevo.»
   Intentando abrirse camino hasta la comunidad del Maestro zen Tôrin, Settan se sentó a meditar día y noche. Tôrin era uno de los pocos instructores iluminados que quedaban en aquellos días, y su método era severo e impredecible.
   Un día, Settan decidió por fin que no tenía más tiempo que perder. Subiéndose a lo alto de un edificio, hizo el voto de que no volvería a bajar vivo a menos que alcanzase la iluminación esa noche.
   Sentado en profunda meditación durante toda la noche, al alba Settan no lo había logrado todavía. Levantándose disgustado, se encaminó hasta el borde para saltar del edificio y morir.
   De repente, cuando estaba a punto de saltar, oyó el canto de un gallo. En ese momento la mente de Settan se abrió y él se iluminó.

CUENTOS COMPLETOS, Miguel de Unamuno

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MIGUEL DE UNAMUNO, Cuentos completos, Páginas de Espuma, Madrid, 2001, 458 páginas.

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Óscar Carrascosa Tinoco es el responsable de una cuidada edición que comprende una amplia Introducción (pp. 9-44), bibliografía y notas a pie de página.

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¡CARBÓN! ¡CARBÓN!

   —¡Carbón!, ¡carbón! —gritaba un pobre hombre recorriendo fatigado el estrecho patio—; ¡carbón!, ¡carbón!, ¡carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón!, ¡carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!
   Acercose a un pobre anciano de cara estúpida, y con voz suplicante le dijo:
   —Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.
   —¿De piedra o vegetal? —preguntó el viejo.
   —Dios se lo pague...
   Y se fue gritando.
   —¡Carbón!, ¡carbón! ¡Más carbón! Es preciso mantener el fuego sagrado.
   Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentose en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.
   Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizole los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la frente. Se levantó en pie, estaba solo. La luz crecía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertíanse en medias tintas para borrarse luego y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos, el mundo todo se teñía de purísimo blanco y pronto dejó de ver todo y solo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo, tanto creció que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y viose sumido en las eternas e insondables tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagose el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, nada, y él, que siendo nada la contemplaba.
   Entonces se sintió crecer, su cabeza tocaba el zenit y se hundían sus pies como raíces en los hondos senos del espacio. Seguía creciendo hasta que perdió conciencia de su magnitud, y se sintió grande, envuelto todo en la magnitud de sí mismo.
   Estaba solo, completamente solo, recostado en los inmensos espacios, sin ver ni oír, sin sentir ni entender más que la propia inmensa y vacía magnitud. Era la conciencia del vacío, la infinita. Nada que se siente.
   En su pecho sintió un calorcillo, volvió a él su vista y esta se aclaró, volvió su oído y oyó el rumor del gusanillo. Era tan pequeño, tan pequeño, que allí donde empezaba terminaba allí mismo. Pero el calorcillo crecía y crecía, convirtiéndose en luz, luz caliente: de él brotaron juegos caprichosos, formas mil diminutas y de miles de apagados colorines, todo un mundo bonito, bonitísimo, hermoso juguete. Este creció, creció como crece todo y de él brotó una célula, una extraña célula con su boquita. 
   El Grande sintió un escalofrío por todo lo largo y ancho de su inconmensurable y vacía magnitud. La célula crecía, crecía sin tasa y con la célula crecía su boca. Mi hombre se entusiasmaba, aquello era soberbio. La célula voraz se iba engullendo cuanto encontraba y todo el precioso mundo que había brotado por arte de birlibirloque desaparecía en las secas fauces de la célula insaciable. Siguió esta creciendo y llenó el espacio inmenso hasta donde la vista alcanza y siguió aún creciendo. El temor sobrecogió a mi hombre, se sintió humillado, se recogió, volviose a recoger más, sintió que se achicaba, parecía que desde dentro del pecho le tiraban hacia dentro. Quedó pequeño y ya temía que el monstruo le tragara. Este abrió su enorme boca, el hombrecillo tembló, sintió un agudo escozor en el pescuezo... y echando la mano al punto dolorido, atrapó una pulga.
   Entonces se levantó del rinconcillo aquel y recorrió el patio gritando:
   —¡El mundo es un sueño mío! ¡Ay mundo, mundo de mi amor, pobre mundo, ay de ti el día en que despierte yo... te aniquilarás! ¡Carbón, carbón! Es preciso carbón para mantener el fuego sagrado, ¡carbón!, ¡carbón!