UN HABITANTE DE CARCOSA Y OTROS RELATOS DE TERROR, Ambrose Bierce

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AMBROSE BIERCE, Un habitante de Carcosa y otros relatos de terror, Valdemar, Madrid, 2004 (1994), 208 páginas.

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EL FUNERAL DE JOHN MORTONSON1

   John Mortonson había muerto: había recitado su parlamento en la tragedia titulada «Hombre» y había abandonado el escenario.
   Su cuerpo descansaba en un rico ataúd de caoba cubierto con una lámina de vidrio. Todos los preparativos para el funeral habían sido tan bien ejecutados que si el difunto los hubiera conocido, sin duda los habría aprobado. Su rostro, tal y como aparecía bajo el cristal, no resultaba desagradable a la vista: mostraba una ligera sonrisa y, como la muerte no había sido dolorosa, no parecía desfigurado después de la tarea reparadora llevada a cabo por la funeraria. A las dos en punto de la tarde, sus amigos iban a reunirse para ofrecer el último tributo de respeto a un hombre que ya no tenía necesidad de amigos ni de respeto. Los miembros que quedaban de la familia se fueron acercando uno tras otro al ataúd con aspecto serio para derramar sus lágrimas sobre los plácidos rasgos que reposaban tras el cristal. Esto no les servía de nada; ni tampoco a John Mortonson. Pero en presencia de la muerte, la filosofía y la razón tienen poco que decir.
   Cuando eran casi las dos, los amigos empezaron a llegar y, después de ofrecer consuelo a los afligidos familiares tal y como mandan los cánones, tomaron solemnemente asiento en la habitación con una elevada consciencia de su importancia dentro del esquema fúnebre. Entonces llegó el ministro y, ante su ensombrecida presencia, las más pequeñas luces comenzaron a eclipsarse. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyos lamentos inundaron la habitación. Se acercó al ataúd y, después de apoyar su rostro contra el frío cristal durante un rato, fue conducida gentilmente a un asiento junto a su hija. Tristemente, y en voz baja, el hombre de Dios comenzó a hacer el elogio de los muertos y su tono lúgubre, mezclado con los sollozos que pretendía estimular y mantener, se elevaba y descendía, iba y venía, como el murmullo de un mar pesaroso. El lúgubre día se oscurecía aún más a medida que hablaba; una cortina de nubes cubrió el cielo y unas sonoras gotas de lluvia empezaron a caer. Era como si la naturaleza llorara por John Mortonson.
   Cuando el reverendo concluyó su elogio con una oración, se cantó un himno, y los que iban a llevar el féretro a hombros ocuparon su sitio junto al mismo. Mientras se extinguían las últimas notas del himno, la viuda corrió hacia el féretro, se arrojó sobre él y empezó a llorar de un modo histérico. Poco a poco, sin embargo, cedió a la disuasión y adquirió una cierta compostura. Mientras el ministro la conducía a su asiento, los ojos de la mujer buscaron la cara del muerto bajo el cristal. Entonces estiró los brazos y, dando un grito, cayó hacia atrás y perdió el conocimiento.
   Los dolientes se precipitaron hacia adelante, sobre el féretro, y los amigos tras ellos. Entonces el reloj que había sobre la repisa de la chimenea dio ceremoniosamente las tres y todos se quedaron observando el rostro de John Mortonson, difunto. Cuando se dieron la vuelta, todos los presentes parecían enfermos y pálidos. Uno de ellos, intentando escapar aterrorizado de aquella horrible visión, tropezó con el ataúd con tal fuerza que derribó uno de sus frágiles soportes. El féretro se fue al suelo y el cristal se hizo añicos por el golpe. Por la abertura salió arrastrándose el gato de John Mortonson; saltó al suelo con pereza, se sentó, se atusó con calma su hocico color carmesí con una zarpa y abandonó dignamente la habitación.

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1 Entre los papeles del difunto Leigh Bierce se encontró un esbozo preliminar de este relato. Aparece aquí sólo con las revisiones que el propio autor podría haber hecho al transcribirlo. (N. de A. Bierce)

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