CUADERNO VERDE DE JUSEP TORRES CAMPALANS, Max Aub

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MAX AUB, Cuaderno verde de Jusep Torres Campalans, Sirpus, Barcelona, 2007, 152 páginas.
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En La invención de Torres Campalans (pp. 9-15), Vicente Rojo glosa la figura del pintor y anarquista catalán, heterónimo de Max Aub.
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El arte arde o no es.
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Ir contra el momento preciso, ir en contra de "ahora", para dar a las cosas un estar perdurable.
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No saber lo que se hace, hasta después. Es decir engendrar.
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El que imita, se limita.
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Crear es fácil: se parte del caos. Lo difícil es recrear.
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Todo es medio para lograr otro medio de alcanzar un fin que desconocemos.
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Hace muchos siglos San Agustín dijo que los cuadros, con su idioma simbólico, eran libros para ignorantes. Ahora, al revés: cualquiera ignorante lee libros; en cambio, la pintura ha venido a ser lectura para inteligencias más vivas.
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Arte es creación, no reproducción. El arte no es vida, sino muerte que produce vida. Reproducción es vida que produce vida, no necesita más que artesanos.

EL POSO DEL CAFÉ, Aitana Carrasco

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AITANA CARRASCO, El poso del café, Kalandraka, Sevilla, 2009, 48 páginas.


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A lo largo de las páginas de este delicado libro ilustrado (subtitulado Historias mínimas para sobremesas monótonas) se suceden, fragmentariamente, las secuencias de este microrrelato al que acompañan las más sugerentes imágenes.
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EL POSO DEL CAFÉ

   Aquella tediosa tarde, mis pies, decididos a vagar sin rumbo, se detuvieron sin previo aviso. Alcé la vista y apareció claramente ante mis ojos una extraña cafetería que nunca había estado allí. Pese a todo, empujé la puerta y entré.
   Pedí un café, creo recordar, o quizá el café me pidió a mí. El caso es que, tras el último sorbo, caí en él. En el poso del café. El pozo del café. Y nadie creerá lo que allá vi. [...]
  


 

DE CÓMO QUEDÉ ESTANDO AQUÍ, Hernán Garrido-Lecca

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HERNÁN GARRIDO-LECCA, De cómo quedé estando aquí, El Virrey, Lima, 2008, 60 páginas.

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DE CÓMO QUEDÉ ESTANDO AQUÍ

   Todo comenzó, al menos para mí, pocas horas antes. Contemplaba el retrato de mi abuelo —que siempre estuvo sobre la mesa de noche— y, de pronto, el retrato y la mesa se convirtieron en una foto del retrato sobre la mesa.
   Sin comprender, salté de la cama y el cuarto se redujo a una foto del retrato, la mesa y la cama. Salí corriendo a la calle, miré mi casa y la casa se hizo una foto de la casa. Retrocedí aturdido y las fachadas de todas las casas de la calle se transformaron en una gran foto, un gran mural, ante mis ojos.
   Empecé a correr hacia el Sur, sabiendo que el gran plano iba ganando terreno atrás. Intenté escabullirme al dar la vuelta a la esquina. Me arrojé de espaldas al edificio pretendiendo verme cubierto por el ángulo recto que allí se formaba. Pero fue tarde. Resbalé al sentir que la esquina se hacia un plano y el edificio una foto en perspectiva. Fue así como quedé estando aquí. 

EL CÍRCULO DE LOS MENTIROSOS II, Jean-Claude Carrière

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JEAN-CLAUDE CARRIÈRE, El círculo de los mentirosos, Lumen, Barcelona, 2008, 380 páginas.
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En el Prólogo (pp. 9-10) Jean-Claude Carrière afirma: "He trabajado algo más de diez años en este segundo volumen, que fue un compañero fiel al que yo volvía casi a diario y al que veía crecer lentamente a mi lado. ¿Escribiré un tercer volumen?"
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LA BOÑIGA

   Una historia de origen polaco ilustra admirablemente cierta estructura del espíritu. Habla de un polaco y un judío que, juntos, se dirigen a pie a un mercado. Ven un montón de excrementos y el judío le dice al campesino polaco:
   —Te doy diez zlotys si te comes esa boñiga.
   El campesino se queda pensativo. Imagina todo lo que podría hacer con diez zlotys mientras se pregunta por las intenciones ocultas del judío, que tiene fama de pícaro.
   Al fin acepta y, mal que bien, se traga la boñiga. El judío le da los diez zlotys prometidos y los dos hombres siguen caminando.
   Sin embargo, el judío reflexiona y se dice que sólo ha conseguido perder diez zlotys y que el polaco no parece haber sufrido gran cosa al engullir la boñiga.
   Al descubrir un segundo montón de excrementos, el judío se para y le dice al polaco:
   —Si me como esa boñiga, ¿me devuelves los diez zlotys?
   —Bueno, de acuerdo —dice el campesino tras pensarlo brevemente.
   El judío se pone manos a la obra y, a duras penas, gruñendo y ahogándose, se traga toda la boñiga.
   Vuelven a ponerse en camino los dos. Una media hora más tarde, el polaco le pregunta al judío:
   —Puesto que eres tan inteligente, ¿puedes decirme por qué nos hemos comido toda esa mierda?
   No conocemos la respuesta del judío.

UN HABITANTE DE CARCOSA Y OTROS RELATOS DE TERROR, Ambrose Bierce

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AMBROSE BIERCE, Un habitante de Carcosa y otros relatos de terror, Valdemar, Madrid, 2004 (1994), 208 páginas.

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EL FUNERAL DE JOHN MORTONSON1

   John Mortonson había muerto: había recitado su parlamento en la tragedia titulada «Hombre» y había abandonado el escenario.
   Su cuerpo descansaba en un rico ataúd de caoba cubierto con una lámina de vidrio. Todos los preparativos para el funeral habían sido tan bien ejecutados que si el difunto los hubiera conocido, sin duda los habría aprobado. Su rostro, tal y como aparecía bajo el cristal, no resultaba desagradable a la vista: mostraba una ligera sonrisa y, como la muerte no había sido dolorosa, no parecía desfigurado después de la tarea reparadora llevada a cabo por la funeraria. A las dos en punto de la tarde, sus amigos iban a reunirse para ofrecer el último tributo de respeto a un hombre que ya no tenía necesidad de amigos ni de respeto. Los miembros que quedaban de la familia se fueron acercando uno tras otro al ataúd con aspecto serio para derramar sus lágrimas sobre los plácidos rasgos que reposaban tras el cristal. Esto no les servía de nada; ni tampoco a John Mortonson. Pero en presencia de la muerte, la filosofía y la razón tienen poco que decir.
   Cuando eran casi las dos, los amigos empezaron a llegar y, después de ofrecer consuelo a los afligidos familiares tal y como mandan los cánones, tomaron solemnemente asiento en la habitación con una elevada consciencia de su importancia dentro del esquema fúnebre. Entonces llegó el ministro y, ante su ensombrecida presencia, las más pequeñas luces comenzaron a eclipsarse. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyos lamentos inundaron la habitación. Se acercó al ataúd y, después de apoyar su rostro contra el frío cristal durante un rato, fue conducida gentilmente a un asiento junto a su hija. Tristemente, y en voz baja, el hombre de Dios comenzó a hacer el elogio de los muertos y su tono lúgubre, mezclado con los sollozos que pretendía estimular y mantener, se elevaba y descendía, iba y venía, como el murmullo de un mar pesaroso. El lúgubre día se oscurecía aún más a medida que hablaba; una cortina de nubes cubrió el cielo y unas sonoras gotas de lluvia empezaron a caer. Era como si la naturaleza llorara por John Mortonson.
   Cuando el reverendo concluyó su elogio con una oración, se cantó un himno, y los que iban a llevar el féretro a hombros ocuparon su sitio junto al mismo. Mientras se extinguían las últimas notas del himno, la viuda corrió hacia el féretro, se arrojó sobre él y empezó a llorar de un modo histérico. Poco a poco, sin embargo, cedió a la disuasión y adquirió una cierta compostura. Mientras el ministro la conducía a su asiento, los ojos de la mujer buscaron la cara del muerto bajo el cristal. Entonces estiró los brazos y, dando un grito, cayó hacia atrás y perdió el conocimiento.
   Los dolientes se precipitaron hacia adelante, sobre el féretro, y los amigos tras ellos. Entonces el reloj que había sobre la repisa de la chimenea dio ceremoniosamente las tres y todos se quedaron observando el rostro de John Mortonson, difunto. Cuando se dieron la vuelta, todos los presentes parecían enfermos y pálidos. Uno de ellos, intentando escapar aterrorizado de aquella horrible visión, tropezó con el ataúd con tal fuerza que derribó uno de sus frágiles soportes. El féretro se fue al suelo y el cristal se hizo añicos por el golpe. Por la abertura salió arrastrándose el gato de John Mortonson; saltó al suelo con pereza, se sentó, se atusó con calma su hocico color carmesí con una zarpa y abandonó dignamente la habitación.

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1 Entre los papeles del difunto Leigh Bierce se encontró un esbozo preliminar de este relato. Aparece aquí sólo con las revisiones que el propio autor podría haber hecho al transcribirlo. (N. de A. Bierce)

PÁJAROS PERDIDOS, Rabindranath Tagore

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RABINDRANATH TAGORE, Chitra / Pájaros perdidos, Losada, Buenos Aires, 1966 (1948), 128 páginas.
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Sobrevuelan el aforismo a través de un aire con aroma a greguería, sin olvidar nunca su nido en la verdad poética. Traducidos por Zenobia Camprubí, el plumaje de estos fragmentos del premio Nobel indio se presenta adornado por una lírica introducción de Juan Ramón Jiménez que concluye: "¡Aquí, pájaros perdidos, en el libro puro, como en una mano dulce que os lleve, cansados vosotros de volar, por todos los aires de todas las tierras del mundo!"

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El que lleva su farol a la espalda, no echa delante más que su sombra.
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La vida se nos da, y la merecemos dándola.
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Leemos mal el mundo, y decimos luego que nos engaña.
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Si echo mi misma sombra en mi camino, es porque hay una lámpara en mí que no ha sido encendida.
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Lo más grande va sin reparo con lo más pequeño. Lo mediocre, va solo.
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La luna no derrama sino luz por el cielo; sus manchas son sólo suyas.
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La mentira es la verdad mal leída y mal acentuada.
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Apaga, si quieres, tu lámpara: yo reconoceré tu oscuridad y la amaré.
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Es fácil hablar claro cuando no va a decirse toda la verdad.

CUENTOS SÓLO PARA NIÑOS, Victoria Bermejo

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VICTORIA BERMEJO, Cuentos sólo para niños, El Aleph, Barcelona, 2004, 78 páginas.

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Entrega masculina: textos de Victoria Bermejo, dibujos de Miguel Gallardo.
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NI SE TE OCURRA ABRIR EL TAPÓN

   —Que sí.
   —Que no
   Ángel quitó el tapón del baño, las aguas empezaron a agitarse y una extraña fuerza empezó a chuparlo, a chuparlo hacia abajo, de manera que se coló por el desagüe y circuló por cañerías muy extrañas a toda velocidad hasta aparecer, casi sin respiración, en una isla con un cartel que decía: “Bienvenido a Quitatapones”.
   —Allí había varios niños igual que él, desnudos, con el pelo mojado y tiritando. Una mujer habló:
   —Hola, señoritos quitatapones, si os queréis quedar aquí, en Quitatapones Alto, muy  bien. No creceréis más y siempre permaneceréis desnudos y mojados. Si por el contrario queréis regresar al lugar de donde vinisteis tenéis que hacer lo siguiente: arrancaros el dedo meñique de un mordisco, colocároslo en el oído derecho, como si fuera un tapón, taparos la nariz y tiraros desde esa montaña al lago que hay abajo. Así apareceréis en el lugar de donde vinisteis.
   ¿Qué hacer? Ángel no sabía qué decisión tomar. Quería volver a ver a su madre y a su hermana, pero por otra parte arrancarse el dedo era un poco fuerte. Estuvo dándole vueltas hasta que se dijo: «Está claro, vuelvo, quiero volver». Se fue a lo alto de la montaña, abrió la boca, se acercó el dedo, apretó con todas sus fuerzas y se lo arrancó con todo el dolor, se lo puso en la oreja y se tiró, aunque sentía un vértigo terrible, al lago.
   Sintió como si se hubiese quedado dormido,  pero lo notaba todo de verdad. Pasó por cañerías y cañerías, hasta que como si fuese de goma atravesó el desagüe y sacó la cabeza.  Volvía a estar en la bañera llena. Lo primero que hizo fue mirarse la mano y casualmente el dedo meñique estaba allí.
   Oyó decir a su madre:
   —Que te he dicho que ni se te ocurra abrir el tapón.
   —Ni loco lo abro contestó Ángel mirándose su mano entera. Te aseguro que no lo pienso abrir.

ANIMALES Y MÁS QUE ANIMALES, Saki

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SAKI, Animales y más que animales, Valdemar, Madrid, 1994, 192 páginas.

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CLOVIS Y LAS RESPONSABILIDADES DE LOS PADRES

   Marion Eggelby estaba sentada junto a Clovis hablando del único tema del que le gustaba conversar: sus hijos y sus diversas perfecciones y logros. El estado de ánimo en el que se encontraba Clovis no podría describirse como receptivo; la generación juvenil de Eggelby, representada con los improbables colores brillantes del impresionismo maternal, no despertaba en él entusiasmo alguno. Pero la señora Eggelby tenía entusiasmo suficiente para los dos.
    —Le gustaría Eric —dijo en un tono que, más que la esperanza, expresaba su disponibilidad a la discusión. Clovis ya le había dado a entender de manera absolutamente inequívoca que era muy improbable que se interesara demasiado por Amy o por Willie—. Sí, estoy convencida de que Eric le gustaría. Le cae bien a todo el mundo enseguida. ¿Sabe?, siempre me recuerda ese famoso cuadro del joven David... he olvidado quién lo pintó, pero es muy conocido.
    —Eso bastaría para ponerme en su contra, si le veo demasiado —intervino Clovis—. Imagínenos, por ejemplo, en un bridge subastado, cuando uno trata de concentrarse en cuál ha sido la afirmación primera de su compañero, y recodar qué palos rechazaron en principio susoponentes... piense lo que sería tener a alguien que persistentemente te recuerda un cuadro del joven David. Sería simplemente enloquecedor. Si me pasara eso con Eric, le detestaría.
    —Eric no juega al bridge —afirmó con dignidad la señora Eggelby.
    —¿Que no juega? —preguntó Clovis—. ¿Por qué no?
    —He educado a mis hijos para que no jueguen a las cartas. Les estimulo para que jueguen a las damas, al salto de fichas, a ese tipo decosas. A Eric se le considera como un jugador de damas maravilloso.
    —Está usted sembrando de terribles riesgos el camino de su familia—afirmó Clovis—. Un capellán de presidio que es amigo mío me contó que entre los peores casos criminales que ha conocido, de hombres condenados a muerte o a prolongados períodos de pena, no había ni un solo jugador de bridge. En cambio conoció entre ellos a por lo menos dos expertos jugadores de damas.
    —Realmente no veo qué relación pueden tener mis chicos con la clase criminal —replicó con resentimiento la señora Eggelby—. Han sido cuidadosísimamente educados, eso se lo puedo asegurar.
    —Eso demuestra que dudaba usted cómo podrían salir. En cambio, mi madre nunca se preocupó por educarme. Sólo se interesaba porque me azotaran a intervalos decentes y me enseñaran la diferencia entre el bien y el mal; existe alguna diferencia, ya sabe usted; aunque he olvidado cuál es.
    —¡Olvidar la diferencia entre el bien y el mal! —exclamó la señora Eggelby.
    —Entiéndame, aprendí historia natural y toda una serie de temas al mismo tiempo, y uno no puede recordarlo todo. Solía acordarme de la diferencia entre el lirón de Cerdeña y el de tipo común, también sabía si el tuercecuello llega a nuestras costas antes que el cuclillo, o cuál de ellos se iba primero, y el tiempo que tardan las morsas en alcanzar la madurez; me atrevo a decir que usted supo alguna vez todas esas cosas, pero apuesto a que las ha olvidado.
    —Esas cosas no son importantes —contestó la señora Eggelby—, pero...
    —El hecho de que ambos las hayamos olvidado demuestra que son importantes —dijo Clovis interrumpiéndola—. Ya se habrá dado cuenta de que lo que uno olvida es siempre las cosas importantes, mientras que los hechos de la vida triviales e innecesarios se mantienen en nuestra memoria. Por ejemplo, mi prima, Editha Clubberly; nunca me olvido de que su cumpleaños es el doce de octubre. En realidad me es absolutamente indiferente la fecha de su cumpleaños, o incluso si nació o no; cualquiera de esos hechos me resultan absolutamente triviales o innecesarios... tengo montones más de primas. En cambio, cuando me alojo en casa de Hildegarde Shrubley, jamás puedo recordar la importante circunstancia de si su primer marido consiguió su nada envidiable reputación en las carreras de caballos o en la bolsa, incertidumbre que me obliga a eliminar inmediatamente como tema de conversación los deportes y las finanzas. Uno tampoco puede mencionar nunca los viajes, porque su segundo esposo tenía que vivir permanentemente en el extranjero.
    —La señora Shrubley y yo nos movemos en círculos diferentes —contestó muy envarada la señora Eggelby.
    —Nadie que conozca a Hildegarde podría acusarla de moverse en un círculo —contestó Clovis—. Su visión de la vida parece la de una marcha incesante con un inagotable suministro de gasolina. Si consigue que algún otro le pague la gasolina, tanto mejor. No me importa confesarle que me ha enseñado más que cualquier otra mujer en la que pueda pensar.
    —¿Qué tipo de conocimientos? —preguntó la señora Eggelby con la actitud que podría tener colectivamente un jurado que encuentra el veredicto sin necesidad de abandonar la sala.
    —Bien, entre otras cosas, me enseñó al menos cuatro maneras diferentes de cocinar la langosta —contestó Clovis con voz agradecida—. Aunque eso, desde luego, a usted no debe interesarle; quienes se abstienen de los placeres de la mesa de juego nunca llegan a apreciar realmente las posibilidades más sutiles de la mesa de comedor. Supongo que su capacidad de un placer animado se atrofia por la falta de uso.
    —Una tía mía se puso muy enferma después de comer langosta —dijo la señora Eggelby.
    —Me atrevería a decir, si conociéramos más su historia, que descubriríamos que a menudo había estado enferma antes de comer langosta. ¿Está usted ocultando el hecho de que había tenido sarampión, gripe, dolores de cabeza nerviosos e histeria, y todas esas cosas que tienen las tías, mucho antes de comer la langosta? Las tías que nunca en su vida han estado enfermas son realmente raras; de hecho, personalmente no conozco a ninguna. Aunque claro, si la comió cuando tenía dos semanas de edad, pudo ser su primera enfermedad... y la última. Pero si fue ése el caso no creo que usted lo hubiera mencionado.
    —Debo marcharme —afirmó la señora Eggelby con un tono totalmente desprovisto hasta de la pena más superficial.
    Clovis se levantó con actitud de graciosa desgana.
    —He disfrutado tanto con nuestra pequeña charla sobre Eric —dijo—. Ardo en deseos de conocerle algún día.
    —Adiós —contestó glacialmente la señora Eggelby; añadiendo en voz muy baja un comentario suplementario—: ¡Ya me ocuparé yo de que eso no suceda nunca!

EL CÍRCULO DE LOS MENTIROSOS, Jean-Claude Carrière

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JEAN-CLAUDE CARRIÈRE, El círculo de los mentirosos, Lumen, Barcelona, 2000, 464 páginas.

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Es el propio autor, Jean-Claude Carrière, quien en Aquí hay luz (pp. 7-23) explica su proyecto: recopilar y reescribir "con la menor literatura posible" las historias cortas de todas las tradiciones.
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EL SOPORTE DEL MUNDO

   El gran Euclides estaba un día dando clase y, entre otros temas, hablaba del mundo. El joven Ptolomeo —sin duda su mejor alumno— levantó la mano y le preguntó sobre qué se sostenía el mundo.
   —Se sostiene –le contestó Euclides— sobre los hombros de un enorme gigante.
   Ptolomeo bajó la cabeza y la clase continuó.
   Un poco más tarde, el joven Ptolomeo volvió a levantar la cabeza y se atrevió a preguntar sobre qué se sostenía el gigante.
   —Se sostiene —le contestó Euclides— sobre el caparazón de una enorme tortuga.
   Y de inmediato, sin esperar otra pregunta de su alumno, Euclides añadió con severidad, alzando la voz:
   —Y debajo de la tortuga ¡sólo hay tortugas!

MITOLOGÍAS, W. B. Yeats

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WILLIAM BUTLER YEATS, Mitologías, Acantilado, Barcelona, 2012, 384 páginas.

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En Mythologies, Yeats recopila sus ensayos y leyendas publicados con anterioridad en distintos libros, conformando una excelente colección de historias que iluminan más si cabe la brillante tradición folklórica de Irlanda.

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EL MARRANO DE LOS DIOSES

   Hace unos años un amigo mío me contó una cosa que le había ocurrido cuando era joven un día que había salido al campo a hacer prácticas de tiro con unos fenianos de Connacht. Eran sólo unos cuantos, y marcharon en carro por la ladera de una colina hasta que llegaron a un lugar tranquilo. Dejaron el carro y subieron un poco más a pie con los rifles, y practicaron durante un rato. Cuando ya iban de bajada vieron un cerdo de patas largas y finas, de la antigua especie irlandesa, y el cerdo se puso a seguirlos. Uno de ellos gritó en broma que era un cerdo encantado, y echaron todos a correr siguiendo la broma. El cerdo echó a correr también, y al poco, sin que nadie supiera cómo, este terror fingido se convirtió en terror verdadero, y corrieron como si la vida les fuera en ello. Al llegar al carro hicieron galopar al caballo a toda velocidad, pero el cerdo no dejaba de seguirlos. Entonces uno de ellos levantó el rifle para disparar, pero al apuntar no vio nada. Al poco doblaron un recodo y llegaron a una aldea. Contaron a la gente de la aldea lo que había pasado, y los de la aldea cogieron horcas y palas y demás, y fueron con ellas por la carretera para ahuyentar al cerdo. Al doblar el recodo no encontraron nada.

EL LIBRO DEL HAMBRE, Franz Kafka

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FRANZ KAFKA, El libro del hambre, Sirpus, Madrid, 2003, 120 páginas.

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Gustavo Martín Garzo transparenta en su Presentación los hilos que relacionan a los protagonistas de estos relatos: "Todos ellos sobreviven en las condiciones más precarias, y todos, en ese proceso de debilitamiento, encuentran misteriosamente una fuerza, una energía secreta que les lleva a actuar sin descanso, de una forma obstinada y obsesiva, aunque no conozcan el problema que tienen que resolver."


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LA PARTIDA

   Ordené que trajeran mi caballo del establo. El criado no me entendió. Fui al establo yo mismo, ensillé el caballo y lo monté. A lo lejos oí tocar una trompeta, y le pregunté qué significaba. No sabía nada ni había oído nada. En la puerta me detuvo y me preguntó:
   —¿Adónde vas señor?
   —No lo sé —dije—, solo quiero irme lejos de aquí, lejos de aquí. Irme cada vez más lejos de aquí; solo así puedo legar a mi destino.
   —Entonces ¿conoces tu meta? —me preguntó.
   —Sí —le respondí— ya te lo he dicho «lejos de aquí», ésa es mi meta.
   —No llevas provisiones —dijo.
   —No las necesito —dije—; el viaje es tan largo que si no encuentro nada que comer durante el camino, me moriré de hambre de todos modos. De nada me servirían las provisiones. Por suerte, es un viaje realmente enorme.

DESEO, Liam O'Flaherty

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LIAM O'FLAHERTY, Deseo, Nórdica, Madrid, 2012, 188 páginas.

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Antonio Rivero Taravillo, quien traduce estos relatos directamente del gaélico, destaca el "espacio singular" que ocupan dentro de la trayectoria del autor, puesto que el libro que los recoge, testimonio de "una Irlanda áspera y salvaje", es el único que O'Flaherty publicó en su lengua materna.

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LA CAZA

   Había una gran roca que se extendía junto al mar, y estrechos valles tapizados de hierba que serpeaban aquí y allá entre las peñas, desde lo alto del acantilado. Un perro color canela llegó a la roca. Se quedó parado sobre tres patas, con el rabo tieso. Había olido un conejo. Dio una vehemente carrera valle arriba, con el hocico pegado al suelo. Y volvió a erguirse —todo agitado— con las orejas alzadas.
   Después se dio la vuelta en medio de las matas, saltando de un lado para otro, girando con energía una y otra vez, husmeando el rastro caliente que habían dejado sobre las resbaladizas losas grises las patas del conejo. Finalmente se detuvo de improviso frente a dos piedras que estaban pegadas la una a la otra, solo separadas por un estrecho agujero. Vio a un conejo sentado en el agujero. El lomo pardusco del conejo no estaba a más de dos palmos de su hocico. Estiró el cuerpo y dejó caer las orejas que antes había tenido erguidas.
   Se produjo un ruido rápido e inesperado, como el de una tela muy seca que se desgarrase de súbito, cuando el conejo salió abandonando su refugio entre las piedras. Saltó sobre la roca que se interponía entre él y el valle. Giró con el costado casi tocando el suelo, como una barca abandonada que escorase bajo el fuerte viento.
   El perro soltó un ladrido y un susurro. Se levantó de la roca. Con la fuerza de su cuerpo y la furia de su brinco arrancó lascas de la roca con sus patas traseras. Yendo por el aire con las patas separadas, dio otro ladrido. Alcanzó el suelo del valle. Cayó de bruces, pero su creciente avidez le hizo olvidar el batacazo. Pero otra vez se levantó, en menos que canta un gallo. Siguió corriendo valle arriba en pos del conejo, con el rabo tieso, tocando con su panza la hierba, y con un reguero de blanca espuma, producida por la rabia, corriéndole por las fauces.
   Había un montículo herboso que atravesaba la roca de cerca a cerca, de unos cien metros de ancho. El conejo tenía que atravesar el montículo para llegar a su madriguera, junto a un seto que cerraba el pedregal, lejos en el borde marino. Cuando el conejo regresó del valle, justo enfrente del montículo, el perro estaba a solo diez metros de su rabo.
   El perro aceleró el paso. Dio un gran brinco. Había apuntado a la espalda del conejo. Este se dio media vuelta, con lo que el perro se quedó delante. El conejo se metió de improviso bajo la panza del perro, y estuvieron dándose vueltas el uno al otro durante un tiempo, girando tan rápidamente que no se podía distinguir la piel amarillenta del can de la piel parda del conejo. Otra vez el conejo marchó arriba. Y arriba que se fue el perro tras él. Su hocico lo tocó en el aire. El conejo se golpeó con un poste en la entrada de su madriguera. El perro cayó sobre él. El conejo emitió un chillido lastimero, y un ladrido de dicha el perro. Se había consumado la carnicería.

HISTORIAS DEL SR. TRANCE, Valerio Veneras

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VALERIO VENERAS, Historias del Sr. Trance, Casariego, Madrid, 2004, 150 páginas.
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SEPTIEMBRE

   Aquel día pudo olerlo. Fue sólo un momento pero era suficiente, algo había cambiado. Tan sólo fue un instante, a media mañana salió a la calle y lo percibió. Todo era diferente. Y se sintió solo. Nada se parecía a la semana pasada. No tenía nada que hacer por la mañana así que decidió darse una vuelta por el centro de la ciudad. Era un día oscuro, no hacía frío pero la gente aparentaba protegerse de él. En la ciudad parecía que todo el mundo iba con prisas y las cosas se mostraban más serias, más tristes, como si un manto oscuro hubiese robado la luz y la alegría de las calles. Una sensación extraña se apoderaba de él cuando paseaba por aquellas calles que tan bien conocía. Algo había cambiado.
   Anduvo por las calles principales del centro y más tarde se dirigió hacia el embarcadero. Contempló las banderas como solía hacer siempre que estaba allí. Era viento del oeste. Suave viento del oeste. No había mucha gente y siguió caminando hasta el final del muelle. Parecía que el agua estaba fría. Pasó al lado de las estatuas de los raqueros, dedicadas a los niños que hacía años buceaban por monedas que les echaban los señoritos y pudo ver algunos peces que luchaban por un trozo de pan en el agua estancada del muelle. En aquel momento empezó a recordar. A su memoria regresaron un montón de imágenes del verano. El olor y la luz de la playa cuando estaba cogiendo olas a primeras horas de la mañana y después los días de sol con sus amigos, las fiestas por la noche y todas aquellas conversaciones que ahora apenas eran borrosos recuerdos. Y sobre todo, ella. Ella, con sus grandes ojos y su pelo negro sonriendo e irradiando fuerza. Ella, con sus gestos delicados y sus palabras cálidas, dulces. Entonces recordó otra fiesta en la playa, otra de las muchas noches llenas de gente bebiendo, hablando, fumando, a la luz de la luna. Las olas se oían a lo lejos, era bajamar y las estrellas brillaban con fuerza. Él estaba sentado en unas rocas, hacía un minuto un amigo lo había abandonado en busca de una copa. Entonces apareció. Ya la había visto pero nunca encontraba el momento o las palabras para decirle algo. Se sentó a su lado y aquella noche hablaron de un montón de cosas. Todo era muy natural. A él le gustaban las chicas que se acercaban al límite, que estaban un poco locas, todas esas batallas literarias que siempre lo habían fascinado en los libros y en el cine. Ella era todo eso y además era consciente de ello. Todo eso que a él lo distanciaba del resto de las chicas y a ella de la mayoría de los chicos. Ella era muy atractiva y no le faltaban chicos rondándola día y noche pero, buscaba uno diferente, un chico, como decía uno de sus escritores favoritos que más ruido armase en silencio.
   Aquella noche estuvieron hablando hasta casi el amanecer. Películas, libros, escritores y sobre todo emociones. Tenían una manera de sentir muy parecida y aquella conversación fue una confesión. Una confesión mutua. No se atrevió a besarla, aunque por supuesto, se le pasó por la cabeza. Pero quizás ese beso podría haber sido una falta de respeto a todo lo que habían hablado, a algo que ahora parecía sagrado. Por eso se despidieron sin más aunque su última mirada valía por muchos besos. — Por una eternidad— pensó.
   Varios días más tarde estaba lloviendo. En un principio fue un día muy caluroso, pero hacia el final todo ese calor se transformó en lluvia, en una tormenta veraniega. Durante la tormenta él estaba conduciendo, sin ningún rumbo, sólo por darse una vuelta. Las gotas resbalaban lentamente por el cristal del coche, parecía que hacía frío pero el calor era el mismo. Sabía donde vivía ella y estaba cerca así que condujo hasta su casa, aparcó y la llamó por teléfono. Estuvo un rato esperando hasta que ella bajó y se metió en el coche. Estaba preciosa. No iba pintada ni demasiado arreglada,llevaba el pelo recogido y una chaqueta de lana. Era una belleza cálida, natural. Le dio un beso en la mejilla y entonces él arrancó el coche.
   Pasaron la tarde dentro del coche, conduciendo sin ningún rumbo y al final fueron a la misma playa en que se conocieron. La tormenta había terminado y la luna brillaba con fuerza. Pasearon largo rato por la orilla hasta que por fin la besó, le temblaban las manos pero aquello fue lo más dulce que había sentido hasta ahora.
   Inesperadamente el ruido de un barco lo sustrajo de sus pensamientos. El embarcadero seguía con su rutina como todas las mañanas. Se sorprendió a sí mismo solo, sentado en un poste al final del muelle. Había pasado casi una hora y no se había dado cuenta. El día seguía gris y con el mismo aspecto extraño con el que amaneció. Por la tarde se despediría de ella porque al día siguiente él dejaba la ciudad para irse al interior y empezar sus estudios en la universidad. Ya no quedaba mucho tiempo. Se había hecho un poco tarde y regresó a su casa para almorzar. El día continuaba extraño, sentía la misma sensación que unas horas antes. Parecía una despedida. Cuando llegó, encendió el televisor y un presentador lo anunció: era el final del verano.

77+7 NANOCUENTOS, William Guillén Padilla

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WILLIAM GUILLÉN PADILLA, 77+7 nanocuentos, Sumeria Editores, Lima, 2012, 158 páginas.

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SERENATA

   Después de cantar, intentó levantar las manos para llamarla. No pudo hacerlo: la tonelada de pétalos de rosas húmedas que ella le lanzó lo aplastó como el débil insecto que era.

ESCARAMUZAS, Antonio Martínez Sarrión

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ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN, Escaramuzas, Alfaguara, Madrid, 2011, 201 páginas.
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   «En definitiva, una amistad sólida consiste en querer lo mismo y rechazar lo mismo», escribe Salustio. Repaso, según esa lúcida regla, cuándo, con quién y por qué se rompieron esos pactos, siempre tacitos pero firmes, y por tanto se esfumó la amistad y casi siempre el simple trato en su nivel mas hermoso, emotivo y elevado.
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  Toda apología actual de, la democracia será pura demagogia mientras subsistan, como apunta Edward Said, estos tres elementos, que condicionan por completo y falsean las elecciones. Los comicios dependen de: 1) Los mayores contribuyentes; 2) Los medios informativos, que están vitalmente interesados en mantener el sistema, y 3) El sector empresarial en su conjunto.

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   Los inmigrantes ilegales de un pueblo de Gerona se van con el patron que los contrata, sin preguntarle por el salario o la jornada. A este paso y si la práctica se extiende, en el umbral del siglo XXI habremos dado un salto atrás portentoso, encontrándonos en la pura y simple esclavitud del «modo de producción asiático» definido por Marx y otros estudiosos de la economía.
        
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   De un autor tan poco eslavo como Cunqueiro era imprevisible una frase que le oyó su hijo y que cifra toda la atmosfera de la escritura del gran pais del Este: «La literatura rusa está atravesada por un largo pitido de tren en la noche». Pitido, hoy parece necesario aclararlo, de las viejas locomotoras a vapor.
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   En un texto en vérso de Antípatro, que viene en la siempre inagotable Antología Palatina, aparece el «roto despojo bañado en espuma, deshecho de las aguas / de una escolopendra / que mide ocho brazas» (unos doce metros). ¿Debemos suponer ahí cierta hipérbole? De no ser así, el monstruo vendría a incrementar el catálogo de animales fantásticos que se inventaron Borges y su colaboradora Margarita Guerrero, obra excelente de la que raramente se habla.

EN FRASCO CHICO, Silvia Delucchi & Noemí Pendzik

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SILVIA DELUCCHI & NOEMÍ PENDZIK, En frasco chico, Colihue, Buenos Aires, 2005, 144 páginas.
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Las profesoras Silvia Delucchi y Noemí Pendzik son las responsables de la selección, notas, Propuestas de trabajo (pp. 113-123) y el documentado Póslogo (pp. 95-111). Cierra esta subtitulada Antología de microrrelatos una Bibliografía que contiene también referencias sobre el minicuento.
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La donna è mobile se deleitaba el tenor hasta que empezó la regocijante levitación qual pluma al vento de todos los hombres de la sala.

CUENTOS SÓLO PARA NIÑAS, Victoria Bermejo

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VICTORIA BERMEJO, Cuentos sólo para niñas, El Aleph, Barcelona, 2004, 191 páginas.
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Los dibujos son obra de Miguel Gallardo.
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HABLA QUE TE HABLA
        
   En esta ciudad había una niña que hablaba por los codos. Se levantaba y bla, bla, bla, bla.
   Muchas veces se quedaba sin comer porque hablaba tanto que se pensaban que ya había acabado y le retiraban la comida sin ni siquiera haber empezado.
   En clase, parloteaba tanto que jamás aprendió nada.
   Cuando fue a buscar trabajo, le pegó tal rollo al que la iba a contratar que el otro acabó tan mareado que no pudo ni decirle que estaba admitida.
   Palomino, un chico que estaba enamoradísimo de ella, decidió declarársele una mañana en  el tren, y ella como no paraba de hablar ni se enteró de lo que le decía.
   Un día dijo de repente fin y se murió, sin saber todo lo que se había perdido por no pararse ni un momento a escuchar.


GASPARD DE LA NUIT, Aloysius Bertrand

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ALOYSIUS BERTRAND, Gaspard de la nuit, Artemisa, Madrid, 2009, 176 páginas.

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ONDINA
Me parecía oír
una vaga armonía hechizar mi sueño,
y cerca de mí expandirse un susurro semejante
al canto entrecortado de una voz dulce y triste.

CH. BRUGNOT, Los dos genios


   —¡Oye, oye! —Soy yo, soy Ondina, la que roza con gotas de agua los sonoros rombos de tu ventana iluminada por los apagados rayos de la luna; y ahí está, con traje de moaré, la dama del castillo contemplando desde su balcón la hermosa noche estrellada y el hermoso lago dormido.
   Cada ola es un ondino que nada en la corriente, cada corriente es un sendero que serpentea hacia mi castillo, y mi castillo es una construcción fluida al fondo del lago, en el triángulo del fuego, de la tierra y del aire.
      —¡Oye, oye! —¡Mi padre golpea el agua que croa con una rama de aliso verde, y mis hermanas acarician con sus brazos de espuma las frescas islas de hierba, nenúfares y gladiolos, o se burlan del viejo sauce barbudo que está pescando!
   Una vez susurrada su canción, me suplicó que aceptara su anillo en mi dedo para ser el esposo de una Ondina, y que visitara con ella su palacio para ser el rey de los lagos.
   Y al contestarle yo que amaba a una mortal, enfurruñada y despechada, derramó unas lágrimas, soltó una carcajada y se desvaneció en blancos aguaceros que resbalaron por mis vidrieras azules.

SIETE, Alberto Chimal

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ALBERTO CHIMAL, Siete, Salto de Página, Madrid, 2012, 304 páginas.

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Salto de Página publica esta antología que da a conocer en España al mexicano Alberto Chimal. Subtitulada Los mejores relatos de Alberto Chimal, contiene un erudito y extenso prólogo del editor del volumen, Antonio Jiménez Morato, Tusitala (pp. 5-26) en el que se lee: "Los relatos aquí recogidos son un muestrario inapelable de que el relato clásico, construido sobre unos parámetros sólidos y reconocibles (historias entretenidas, paradojas sugerentes, diálogos vivaces y verosímiles y, sobre todo, intención de comunicar y de hacer sentir emociones al lector), sigue siendo válido cuando está trabajado con honestidad". De los 26 relatos, sólo 4 pueden considerarse microficciones.

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LAS FLORES

   Los llevaron con un juez, que allá en esa ciudad son todos muy imparciales y sensatos, y ante el juez repitieron su historia:
   Que la mujer, a quien todos sabían una loca sin hogar ni provecho, se había metido, sin permiso, en los prados alrededor de la finca del hombre, un comerciante rico y respetado; que allí se había complacido en oler las flores y observar la belleza de los pétalos, que como todos ustedes saben son de colores y texturas innumerables; que hallada por el rico, cuya finca, por cierto, es propiedad suya y no está abierta sino a quien él decide, escuchó, la mujer, el justo reclamo del hombre, quien le exigió que se retirara o que pagara por el privilegio de hacer lo que hacía...
   Que gritos, que forcejeos, que el rico insiste en el pago y la loca se niega, que él trata de sacarla a viva fuerza y que llegan los demás, y todos discuten y se enredan y de allí al juez, pues quiero lo justo, dice el rico, y ayúdela, señor, dicen por la loca, que, amables oyentes, se limitaba por su parte a hablar de los lindos pétalos, de los olores, de las corolas abiertas al sol como, decía, grandes caras sonrientes.
   Una señora humilde que la conocía, y que procuraba defenderla, repetía en cambio que no se puede tocar el aroma ni la belleza de las flores, no se puede llevar y  traer, no se puede ocultar a quien está ante ellas ni venderlo por ningún precio, y esta pobre mujer, decía, no arrancó una hoja, no tronchó ni el tallo más frágil. ¿Cómo pagar por ver y por oler? Y el rico decía que no, que las flores eran de su propiedad, y todo en ellas, hasta el aroma y la belleza, y si esa loca se empeñaba en tomar la propiedad del rico debía compensarlo debidamente o purgar en la cárcel su atrevimiento y su pobreza.
   El juez, señoras y señores, lo piensa un poco.
   Y al fin saca de su propia bolsa una moneda de oro, redonda, bien pulida, brillante. Y no dice palabra. Y el rico, después de un tiempo, pues el juez sigue sin hablar, se pregunta si el magistrado no estará loco también, y por qué no habla, y si acaso será capaz de pagar de su propio peculio, y en beneficio de la loca, tan en todos sentidos despreciable, la justa retribución exigida.
   —¿Cómo puedes ser tan bruto? —exclama el juez de pronto—. ¡Esto ya ha pasado, en el juicio famoso de una fábula...! ¡La visión de la moneda es tu pago, señor, igual de intangible que el aroma y la belleza!
   Y así fue, pero el corazón del rico se llenó de rencor, y la loca ni se enteró del veredicto que la favorecía con tanta elegancia, pues seguía, en su delirio, gozando el recuerdo de las flores.

EL LENGUAJE DE LAS COSAS, María José Ferrada

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MARÍA JOSÉ FERRADA, El lenguaje de las cosas, El Jinete Azul, Madrid, 2011, 64 páginas. Ilustraciones de Pep Carrió.

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LOS RELOJES

Los relojes tienen en el corazón un saco de horas.
Las horas tienen en el corazón un saco de minutos.
Y los minutos tienen en el corazón un saco de segundos.

Cada día el reloj los prepara y los hace salir muy ordenados. Es por eso que después de las siete de la tarde son las ocho de la tarde y no al revés.

El reloj cuenta cómo el tiempo sale de su corazón:

Tic tac,

tic tac.

Piensa en los minutos, las horas, los días que se suceden unos a otros y con su voz ronca y solemne —voz de reloj— dice la palabra: «perfecto».

ESCRITOS, Eduardo Chillida

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EDUARDO CHILLIDA, Escritos, La Fábrica, Madrid, 2005, 124 páginas.

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Desde el título de su introducción, Vocación de rumiante, se advierte el empeño de Nacho Fernández en destacar la personalidad perseverante del escultor, una característica que le llevó a volcarse "en la escritura para plasmar sus reflexiones". Marcadas por la "fragmentación y la brevedad", estas sugerentes notas componen una "deliciosa invitación para acercarse al corazón y el pensamiento de Eduardo Chillida, si es que ambas cosas pueden separarse".

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¿No vale un hombre, cualquier hombre, más que una bandera, cualquier bandera?
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Lo que es de uno es de casi nadie.
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Existen el pasado y el futuro en la cara del hombre. ¿Hay algo que pudiera ser un equilibrio entre dimensión física y espiritual? Volúmenes y superficies se encuentran contrapesados por los ojos, pero no por lo que los ojos son, sino por lo que los ojos hacen.
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Sólo si somos capaces de habitar podremos construir.
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En arte todo se puede aprender y nada o casi nada se puede enseñar.
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Cuando empiezo una obra casi no veo a dónde me dirijo. No veo sino cierta figura de espacio de la que, poco a poco, se destacan algunas líneas de fuerza. La forma al principio es casi como un aroma indefinido que se impone a medida que va precisándose.
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Se ve bien teniendo el ojo lleno de lo que se mira.
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No se debe olvidar que el futuro y el pasado son contemporáneos.
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¿No es el límite el verdadero protagonista del espacio, como el presente, otro límite, es el protagonista del tiempo?

ÉRASE UN HOMBRE, ÉRASE UNA MUJER, Sandra Cisneros

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SANDRA CISNEROS, Érase un hombre, érase una mujer, Ediciones B, Barcelona, 1992, 244 páginas.

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Titulada originalmente Women Hollering Creek esta colección de relatos que contiene algunos microrrelatos conoce dos traducciones: la publicada en Vintage Books en 1996, con el título de El arroyo de la Llorona y otros cuentos (traducción de Liliana Valenzuela) y ésta anterior de Ediciones B, Érase un hombre, érase una mujer, de la que es responsable Enrique de Hériz.
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ONCE

   Lo que no entienden los cumpleaños, y lo que nunca te dice nadie, es que cuando cumples once también tienes diez, y nueve y ocho y siete y seis y cinco y cuatro y tres y dos y uno. Y cuando te despiertas el día en que cumples once años, esperas sentirte como si tuvieras once, pero resulta que no. Abres los ojos y todo es como ayer, sólo que es hoy. Y no te sientes de once años para nada. Te parece como si todavía tuvieras diez. Y los tienes, por debajo de ese año que te hace tener once.
   Por ejemplo, algún día puedes decir una estupidez y ésa es la parte de ti que todavía tiene diez años. O quizá necesites sentarte a veces en el regazo de tu madre porque tienes miedo, y ésa es la parte de ti que tiene cinco.
   Y acaso algún día, cuando seas mayor, necesites llorar como si tuvieras tres años, y no pasa nada. Eso le digo a mamá cuando está triste y necesita llorar. A lo mejor se siente como si tuviera tres años.
   Porque crecer es como una cebolla, o como las anillas del interior del tronco de un árbol o como mis muñequitas de madera, que caben una dentro de la otra, cada año dentro del siguiente. Eso significa tener once años.
   No te sientes de once años. Todavía no. Cuesta unos cuantos días, incluso semanas, a veces hasta meses antes de que digas Once cuando te lo preguntan. Y no te sientes como una chica lista de once años hasta que casi tienes doce. Así son las cosas.
   Pero hoy quisiera no tener sólo once años sonando en mi interior como monedas dentro de una caja de latón. Hoy me gustaría tener ciento dos años en vez de once, porque si tuviera ciento dos hubiera sabido qué decir cuando la señora Price me dejó el jersey rojo encima del pupitre. Hubiera sabido decirle que no era mío, en vez de quedarme allí sentada con aquella expresión en la cara y sin saber qué decir.
   —¿De quién es esto? —dice la señora Price, y levanta el jersey rojo para que toda la clase pueda verlo—. ¿De quién? Hace un mes que está en el vestuario.
   —No es mío —contesta todo el mundo—. No es mío.
   —De alguien tiene que ser —insiste la señora Price.
   Pero nadie lo recuerda. Es un jersey feo con botones rojos de plástico y el cuello y las mangas tan cedidos que podría usarse como cuerda para saltar. Por lo menos tiene mil años y aunque fuera mío no lo diría.
   Quizá porque soy delgaducha, quizá porque no le gusto, la estúpida de Sylvia Saldívar dice:
   —Creo que es de Raquel.
   Un jersey feo como ése, andrajoso y tan viejo... Pero la señora Price se lo cree. Coge el jersey, lo pone sobre mi pupitre, y cuando abro la boca las palabras no me salen.
   —No es, yo no, usted no... No es mío —consigo decir con una vocecita que quizá fue la mía cuando tenía cuatro años.
   —Claro que es tuyo — dice la señora Price. Recuerdo que una vez lo llevabas.
   Como es mayor y es la profesora, ella tiene razón y yo no.
   No es mío, no es mío, no es mío, pero la señora Price ya ha pasado a la página treinta y dos y al problema de matemáticas número cuatro. No sé por qué, pero de repente me siento mareada, como si la parte de mí que tiene tres años quisiera salirme por los ojos; pero los cierro con todas mis fuerzas y aprieto los dientes con rabia y trato de recordar que hoy tengo once años, once. Mamá me está haciendo un pastel para esta noche y cuando papá llegue a casa todo el mundo cantará cumpleaños feliz, cumpleaños feliz.
   Pero cuando se me pasa el mareo y abro los ojos, el jersey rojo sigue plantado allí como una gran montaña roja. Aparto el jersey rojo hasta el rincón del pupitre con la regla. Coloco el lápiz, los libros y la goma lo más lejos posible. Incluso corro la silla un poquito a la derecha. No es mío, no es mío, no es mío.
   Voy calculando por dentro cuánto falta para la hora de comer, cuánto queda hasta que pueda coger el jersey rojo y tirarlo por encima de la valla del patio del colegio, o dejarlo colgado en un parquímetro, o hacer una pelota con él y soltarlo en un callejón.
   Pero al acabar la clase de matemáticas, la señora Price dice en voz alta y delante de todo el mundo:
   —Bueno, Raquel, ya basta.
   Porque ha visto que he empujado el jersey rojo justo hasta el mismísimo rincón del pupitre y asoma por el borde como una cascada, pero a mí no me importa.
   —Raquel —dice la señora Price. Lo dice como si se estuviera enfadando—. Ponte ese jersey ahora mismo y déjate de tonterías.
   —Pero si no es...
   —¡Ahora mismo! —dice la señora Price.
   Entonces es cuando deseo no tener once años, porque todos los años que hay dentro de mí —diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno— empujan desde el interior de mis ojos mientras meto el brazo por una manga del jersey y huele a queso fresco y luego el otro brazo por la otra y me quedo allí de pie con los brazos abiertos como si me doliera el jersey y es verdad que me duele, lleno de picazones y de gérmenes que ni siquiera son míos.
   Entonces es cuando por fin suelto todo lo que he estado aguantando desde esta mañana, desde que la señora Price ha dejado el jersey en mi pupitre, y de repente rompo a llorar delante de todo el mundo. Desearía ser invisible pero no lo soy. Tengo once años y hoy es mi cumpleaños y estoy llorando delante de todo el mundo como si tuviera tres. Reclino la cabeza en el pupitre y entierro la cara en mi estúpido jersey de mangas de payaso; la cara me arde mientras suelto saliva por la boca porque no consigo acallar los ruidos de animal que se me escapan hasta que no me quedan lágrimas y ya es sólo mi cuerpo el que se agita como cuando tienes hipo, y me duele toda la cabeza como cuando bebes leche demasiado deprisa.
   Pero lo peor viene inmediatamente antes de que suene la campana de la comida. La estúpida de Phyllis López, que aun es más idiota que Sylvia Saldívar, dice que se acuerda de que el jersey rojo es suyo. Me lo quito enseguida y se lo doy pero la señora Price aparenta no haberse enterado.
   Hoy cumplo once años. Mamá prepara un pastel para esta noche, y cuando papá vuelva de trabajar nos lo comeremos. Habrá velas y regalos y todo el mundo cantará cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, sólo que será demasiado tarde.
   Hoy cumplo once años. Hoy tengo once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno, pero deseo tener ciento dos. Deseo tener cualquier edad menos once años, porque quiero que el día de hoy esté ya muy lejos, tan lejos como un globo que escapa, como una minúscula o en el cielo, tan pequeña tan pequeña que has de cerrar los ojos para verla.

SUEÑOS, Robert Walser

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ROBERT WALSER, Sueños, Siruela, Madrid, 2012, 368 páginas.

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Sueños abarca una selección de fragmentos y relatos inéditos escritos por Walser durante la estancia en su ciudad natal, Biel, entre 1913 y 1920.
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DOS MUJERES

   Una joven delicada y bonita llamada Olga admiraba a un hombre, un tipo extraordinario demasiado vanidoso y pagado de sí mismo como para no dejarse admirar. Si la joven hubiera sido sagaz e ingeniosa, pronto le habría llamado la atención la impasibilidad con la que el objeto de su admiración toleraba precisamente esa tierna admiración, y habría podido contemplar el derroche de orgullo masculino. Mas por desgracia ella carecía del don del ingenio, y de la lucidez y la virtud para formarse su propia opinión, de modo que rechazó una serie de proposiciones honradas y sinceras para decantarse por un tipo raro, orgulloso y frío. Ella se creía autorizada, más aún, casi obligada, a despreciar a los hombres formales, porque su adorado carecía de formalidad, cualidad a sus ojos admirable e insigne. ¡Singular ceguera! Él era un mozo grosero, un actor que interpretaba teatro porque los ademanes corrientes le eran ajenos, y por el contrario cualquier comportamiento y porte extraño le resultaba familiar. En resumen, que embelesó a un ser tierno y tímido con una rudeza efectista, a una joven inexperta con una masculinidad desmedida. Qué teatral era la barba de capitán de bandidos que adornaba su rostro, siempre de una palidez novelesca, y con qué orgullo llevaba una bata de artista de terciopelo. Su sombrero era la expresión del arrojo, y era un as haciendo rodar los ojos y gesticulando; suponiendo que pueda existir grandeza en esas cosas tan vacías, tan banales. Un buen día, cuando por fin la señora Inteligencia le abrió suavemente los ojos, la pobre muchacha se vio traicionada en sus hermosos pensamientos y sentimientos. Vio un engaño tan descomunal que creyó poder tocarlo con la mano. Esto no habría constituido una gran desgracia si no hubiera tenido que decirse que había desaprovechado la mejor época de su vida. Cuando consiguió aclararse, había envejecido. «No merecía la pena», suspiró ella agachando su decepcionada cabecita.
   Permíteme, querido lector, mostrarte a un hombre que, si no me equivoco, escribía a su mujer, cuando era su novia, las cartas más nobles y tiernas, como si fuera un verdadero y prodigoso admirador de la feminidad. Sin embargo, después, cuando la hermosa dsposada y dulce novia se convirtió en su esposa, el trato que le dio fue radicalmente distinto. Le asignó por así decirlo el humilde rinconcito de ama de casa que le correspondía, según la tradicional y típica opinión de su digno marido. Mientras él con toda su excelencia y superioridad se situaba sobre el más alto pedestal interno  externo, rebajaba a su consorte a la espléndida condición de criada sumisa, con la cual creía sin duda alguna demostrar que era un genuino hombre alemán, error tan abundante como la arena del mar. ¿Qué había sido de la fragancia y del eco de la adoración? ¿Dónde estaba ahora la poesía de la caballerosidad hacia las mujeres débiles, delicadas? El señor leía, endiosado, su periódico favorito y, tras la comida copiosa, excelente y adormecedora de la mente, se echaba una siestecita deliciosa y loable. Su atractiva mujer pronto devino en una vieja boba, descendió peldaño a peldaño en la estima del antaño ardiente adorador, a quein veía preferir con alegría y genuino espíritu alemán la taberna con su parroquia grosera a la conversación que ella le ofrecía, y tenía que decirse encima que lo mejor era callar ante tamañas humillaciones. ¿No es el destino de bastantes mujeres que creyeron hacer una buena boda cuando se convirtieron en esposas de hombres finos y cultos?

EL ARCA DE LAS PALABRAS, Andrés Trapiello

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ANDRÉS TRAPIELLO, El arca de las palabras, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2006, 351 páginas.

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Tomando como modelo el Diccionario ilustrado de la lengua castellana de Saturnino Calleja, Trapiello confecciona un ingente listado de entradas en las que encuentra el lector la brillante metáfora, la greguería, el microrrelato, el aforismo... Las ilustraciones, de Javier Pagola.
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Mirad a ese niño de diez años. Está, sentado sobre su cama, cosiéndose un botón. Se ha quedado solo en el dormitorio común, mientras juegan sus compañeros en los campos de deportes. De allí vienen sus voces a apagarse, sin fuerza ya, en tal silencio. Sus dedos sostienen una aguja, pero no sabe muy bien cómo manejarla, porque hasta ese momento tal menester lo hacía, amorosa, su madre. La luz del alto ventanal no cae sobre él, lo elige.
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Se diría que el muy modernista adjetivo ubérrimo, hay eludida una errata: ubrérrimo.
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El pulpo es un animal trágico y cómico al mismo tiempo, con tantas manos y vacías o peor, en permanente guerra civil, o si no, haciendo trucos con la baraja.
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En cierto modo escribimos sobre lápidas. El corazón lo es. Luego la lluvia, los inviernos y todos los rigores del tiempo van borrando lo escrito. Crecen las malas hierbas y las ortigas las ocultan, y pasado un tiempo encontramos al fin que nos hallamos donde queríamos, donde habita el olvido.
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De todos los despojos resultan conmovedores los de la batalla de la vida corriente, esos que compra la pobre vieja que vive en la miseria, mollejas, pescuezos de gallinas, alitas, higaditos, mientras le aclara al pollero que los va a poner cocidos a su gato. 
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En el sobado pliegue del embozo de la cama hay algo del sobre en el que se mandan lágrimas al sueño.

CUANDO EL MUNDO ERA JOVEN TODAVÍA, Jürg Schubiger

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JÜRG SCHUBIGER, Cuando el mundo era joven todavía, Anaya, Madrid, 2001, 192 páginas. Ilustraciones de Routraut Susanne Berner.

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PIITA        

   Un director de circo tenía un perro que se llamaba Pedro. El perro era casi como los demás, pero no del todo. Sabía pronunciar su nombre; es más, lo hacía sólo en inglés, decía: «Piita».
   Pedro era el único perro parlante del mundo. Pero con una sola palabra, por más que sea en inglés, no se puede hacer un número de circo. Imagínense: llega un perro a la pista de circo, dice «Piita», nada más, y se va.
   Durante varios años, el director del circo había intentado enseñarle palabras en inglés todos los días, repitiéndoselas muy despacito. Pero fue una pérdida de tiempo. Después trató de enseñarle al menos un par de números perrunos. Aquello también fue inútil. Una lástima. Sólo le faltaba un poquito. Hubiera sido suficiente con que el perro subiera por una escalera balanceando una pelota con la nariz, y en el escalón más alto, después de un acorde de la orquesta, hubiera dicho «Piita». Eso hubiera sido todo. Pero el perro no hacía más que menear la cola, olfatear, mear, ladrar y decir «Piita».
   Es posible que alguna vez, cuando el perro estaba solo en el coche, por casualidad o por capricho dijera «gras», que es hierba en inglés. Puede que dijera «gras» una vez al día o cada hora; puede que supiera otras palabras en inglés; puede que hablara muchas lenguas extranjeras con fluidez; tal vez incluso supiera escribir en esas lenguas, a mano o a máquina; pero sólo lo hacía cuando estaba solo. Delante de la gente, decía «Piita», meneaba la cola, olfateaba, meaba y ladraba.
   Pedro era el único perro parlante que había. Parece mucho, un perro parlante, y sin embargo es demasiado poco.

ESCRITOS, Luis Buñuel

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LUIS BUÑUEL, Escritos de Luis Buñuel, Páginas de Espuma, Madrid, 2000, 296 páginas.

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La edición de Manuel López Villegas presenta una magnífica colección de los "fragmentos de un escritor que habría podido ser, un escritor perdido, un escritor fantasma oculto tras un cineasta inmenso", interpreta Jean-Claude Carrière para el lector en sus palabras prologales.

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MÉNAGE À TROIS

   Por mucho que lo intenté no pude ver el rostro del chófer, algo así como un cosaco que conducía nuestro auto. Junto a mí viajaba una mujer enlutada de una distinción de diosa, de una palidez de alba. No la conocía. Pero sentía despertarse mi piel empapada de lujuria. Atravesábamos un paisaje sin cielo, sin cielo hasta perderse de vista. La tierra se hallaba cubierta de flores negras que exhalaban un penetrante aroma a alcoba de mujer.
   Mi desconocida mandó detener al chófer junto a un gran lago repleto, un lagrimal repleto de angustia. «Éste es —me dijo— el lagrimal repleto lago de angustia». No le hice caso, ocupado como me hallaba ahora en besarle el pecho entre los senos que ella ocultaba con las manos, llorando sin consuelo, sin fuerzas casi para defenderse de mi lascivia.
   Hasta nosotros llegó el chófer con la gorra en la mano no sé a qué. Creí reconocer su rostro y ya no me cupo duda sobre su personalidad cuando con una sonrisa exclamó: «Lago, amigo mío». Loco de contento repuse: «Eres tú, mío lago amigo viejo lagrimal». Con que alborozo nos acogimos, abrazándonos con una alegría de resurrección de los muertos.
   Junto a nosotros acababa de detenerse un entierro. Amortajada en el ataúd yacía la dama desconocida de momentos antes. ¡Pálida flor de carne sin saber cantar! Aún resbalaba por su mejilla la última lágrima detenida milagrosamente en el pómulo como un pájaro en la rama.
   Mi amigo se precipitó a ella y la besó frenéticamente en los labios, en los labios que de lívidos fueron insensiblemente transformándose en verdes, luego en rojos, luego en fuego, luego en infierno.
   Comencé a sentir un odio mortal por el chófer que ya no era mi amigo. Comencé a sentir una repugnancia sin límites por aquel gusto de limón en llamas que debían dejar en sus labios los labios insepultos de la desconocida.