CIERTOS CUENTOS, Max Aub

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MAX AUB, Ciertos cuentos, Ayuntamiento de Segorbe / Generalitat Valenciana, Segorbe (Castellón), 1994, 262 páginas.

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Miguel A. González Sanchís, Laura Gadea Pérez y Ana I. Llorente Gracia se basan "para elaborar esta edición de Ciertos cuentos, en la única que existía hasta ahora: la que fue publicada en México, en 1955, por la Antigua Librería Robledo". Frente a otras obras más realistas de Aub, en estos cuentos, todos magníficamente ilustrados, sobresalen los "elementos mágicos, misteriosos, fantásticos, exóticos o míticos", como destaca María José Calpe Martín en su Estudio preliminar.

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EL ÁRBOL

   Juan Valdés pasaba por la calle Baja por desidia, sabiendo que tenía que andar diez metros más hasta el portal de su casa. A cuenta de la costumbre lo achacaba, pero era por el árbol. Aquel plátano de indias no tenía nada de particular, era un árbol cualquiera; Juan lo conocía desde siempre, y su corteza verde amarilla parda gris, camuflando el tronco, para que nadie se fijara en él. Los perros le tenían predilección porque no había otro en medio kilómetro a la redonda, que Juan Valdés vivía en un barrio de medio pelo donde la urbanización de fin de siglo había acabado con cualquier vestigio de vegetación a favor de lo rectilíneo. Época sin más gloria que el perifollo de hierro y piedra artificial, vitrales importados, cisnes, sauces llorones azules en ocasos rojiamarillentos.
   Del cómo y porqué se salvó aquel árbol del desmoche municipal nada dicen los archivos de la ciudad. Lo cierto que, desde que fue a la escuela de don Ubaldo y luego a la Universidad, Juan prefirió siempre pasar por la calle Baja. Que era por el árbol sólo lo descubrió a los diez y nueve años, cuando lo cortaron; tampoco se sabe exactamente por qué. Empezaron podándolo, dejándole puros muñones. A los quince días lo serraron de raíz. Posiblemente fue un negocio, un pequeño negocio de un subalterno de la oficina de Parques y Vías. Nadie dijo nada, lo absurdo no suele inquirir razones y ningún vecino abrió boca. Es más, algunos ni se dieron cuenta.
   La cosa que, desde aquellas fechas, Juan no volvió a pasar por la calle Baja y regresa a su casa por la del Gambito.
   (Tampoco sabía nadie por qué la llamaban así, que, en verdad, llevaba ahora —en espera de mejores tiempos— el apellido de un ilustre varón, de los que ganan el cielo con el dinero extorsionado a fuerza de los que llaman mucho trabajo. Por si interesa: se rotulaba exactamente Calle del Filántropo Gumersindo Gurrea Álvarez)
   Felicitas vivía en el 22. Juan tropezó con ella, se saludaron, se sonrieron, se hicieron novios, se casaron. Nacieron tres hijos (dos varones y una hembra). A ninguno se le ocurrió, en su vida feliz, recompensar al subalterno que cortó el árbol de la calle Baja. Con el dinero que le produjo aquel pequeño fraude ese hombre (Baldomero Ruiz Conde) se emborrachó, recogió —de vuelta al jacalón donde vivía— a una ramerilla, metiéronse en el cuarto de un hotelucho, ludieron y —nadie lo esperaba— engendraron un niño, algo más que combie1 y menos que faldero. Éste andando los tiempos fue torero de algún nombre, armó escándalos, su alias pasó al mar, tras él fue y emparentó, en Sevilla, con una familia colombiana dueña de muchas leguas de tierra y millones de árboles.
   Uno de los hijos de Juan y Felicitas acabó siendo dueño de una fábrica de muebles, así entró en relación con un cuñado del torero, que le vendió maderas finas para una fábrica que, en sociedad, montaron en Caracas.
   Ramón, otro de los vástagos, empezó como papelerillo, se hizo periodista, se distinguió por su estilo peleonero y acabó haciendo editoriales conservadores en el mejor diario de la capital. Su buen destino le llevó a director del mismo, hizo repetidos viajes al Canadá para comprar papel. Vio las fábricas y los ríos cubiertos de hermosos troncos. Tampoco a él, que era hombre ilustrado, se le ocurrió dar las gracias al talador. Ya para entonces el plátano de indias había retoñado.
   El que acabaran todos ellos entre cuatro tablas no le añade nada a esta historia.

El árbol, Gabriel Cantalapiedra


¿Qué será combie? Dicté estas líneas sobre un manuscrito hoy perdido. No me atrevo a rectificar esta errata de voz a mano. No suena mal eso de "algo más que combie y menos que faldero". Todos entenderán lo que quise decir; entonces ¿ qué rectificar la casualidad? 

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