L, José Luis Torres Vitolas

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JOSÉ LUIS TORRES VITOLAS, L, Albatros, Genève, 2010, 93 páginas.

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En El instante del instante (pp. 15-17) Juan Carlos Méndez Guédez avala a José Luis Torres Vitolas con estas palabras: "Torres Vitola configura un volumen sólido que contiene en cada una de sus páginas la fiesta infinita, reposada, inasible, que llamamos literatura y que, más bien, debería llamarse existencia. La existencia del instante".
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CERTEZA

   Todo el tiempo se quejaba de lo mismo. ¡Apunten bien!, bromeaba con un minúsculo tono de reproche. Cuando crecimos, el lamento ya superaba a su sonrisa. Hicimos lo que pudimos, pero no siempre éramos certeros. No lo entiendo, meneaba con la cabeza rendida. Con los años, su hastío se transformó en un silencio tosco que nos causaba pesar y desconcierto. Debo confesar que jamás entendimos la importancia de sus reclamos hasta el día en el que descubrimos, más con tristeza que con miedo que mamá también había orinado fuera del váter.

GRAN LIBRO DE LOS RETRATOS DE ANIMALES, Svjetlan Junakovic

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SVEJTLAN JUNAKOVIC, Gran libro de los retratos de animales, OQO, Pontevedra, 2006, 48 páginas.
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POLLO

   Morir en el baño no es cosa rara. Morir a manos de la amante, ¡menos aún! Pero mandar hacer un retrato en la bañera, asesinado por la amante, ¡es un caso singular!
   Esta idea extraña, combinada con una técnica perfecta, me lleva a considerar esta obra como una de las más importantes del neoclasicismo francés. ¿Qué otra cosa se podría decir? Que la línea entre la perfección y la muerte es muy sutil...
 

EL LIBRO DE LAS HORAS CONTADAS, José María Merino

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JOSÉ MARÍA MERINO, El libro de las horas contadas, Alfaguara, Madrid, 2011, 216 páginas.

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Merino engarza hábilmente sus microrrelatos en una trama novelesca: Pedro, un hombre a la espera de una complicada operación quirúrgica, explora en la escritura el territorio que olvide las equívocas fronteras entre la vida, el sueño, la realidad y la muerte.

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LA RABIA DE VULCANO

   Marte, que está en Madrid, iba a encontrarse con Venus en Oslo para vivir ambos un amoroso fin de semana. Vulcano se enteró y puso en marcha el volcán islandés Eyjafjalla, que hizo imposibles los vuelos en Europa. Venus y Marte no pudieron encontrarse, pero Venus conoció a un piloto finlandés muy simpático, y Marte descubrió que la chica del mostrador de Iberia era un encanto.
   Es muy difícil luchar contra las fuerzas de la naturaleza.

EN CEJUNTA Y GAMUD, Antonio Fernández Molina

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ANTONIO FERNÁNDEZ MOLINA, En Cejunta y Gamud, Media Vaca, Valencia, 2006,

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Media Vaca añade ocho microrrelatos a los 48 que componían la edición primera de Monte Ávila, Caracas, 1969. Los dibujos los aporta Alejandro Magallanes. 
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  En Gamud sienten gran interés por la enseñanza y al tema le dedican frecuentemente tratados, conferencias y coloquios.
   La disciplina en las aulas se basa en el castigo equitativo.
   Si hay un niño cojo y otro le insulta llamándoselo, al ofensor también se le deja cójo en la misma medida. Así no podrá ser injusto de nuevo con su compañero y su maldad queda castigada. Si un niño a un compañero tuerto le llama «tuerto", a él se le arranca un ojo.
   Pero no se piense que los niños de Gamud sean imbéciles y estén decididos a formar legión entre los cojos y los tuertos. Para insultar a un cojo le llaman «ojoc» y a un tuerto «otreut». Entonces sóló se puede amonestarles, y al ser castigo inocuo, la mayor parte de las veces se hace la vista gorda.
   Tampoco se les castiga severamente si le llaman a otro «lameculos», «lirón», «soplagaitas» y otros insultos por el estilo.
   La dificultad está cuando a uno que lo es, con ánimo de agraviarle, se le llama «hermoso», «inteligente» o «afortunado». Todavía no se ha llegado a determinar claramente qué sería oportuno hacer en esos casos y surgen situaciones curiosamente indecisas.



POLVO, Roberto Moso

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ROBERTO MOSO, Polvo: Relatos liofilizados de pompas de papel, Erein, San Sebastián, 2010, 288 páginas.
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Precedidos por la Micro presentación de Félix Linares y el Micro prólogo de Kike Martín, las ilustraciones de Alfonso Herrero sólo pueden ayudar a embellecer unos textos a los que resulta difícil sacarles más brillo.
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ESTÉTICA

   Le había costado una fortuna, pero lo había conseguido. Nadie acertaba con su edad. Su rostro lucía asombrosamente liso y púber, sus pechos exhibían una turgencia desafiante. Sus nalgas eran dos esculturas de mármol cinceladas al detalle y su tripa no conocía rastro de tejido adiposo. Lucía asombrosamente juvenil, el cadáver de la anciana.

99 EJERCICIOS DE ESTILO, Matt Madden

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MATT MADDEN, 99 ejercicios de estilo, Sins Entido, Madrid, 2007, 224 páginas.

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Matt Madden traslada la propuesta de Raymond Queneau al lenguaje de la novela gráfica.
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1 MODELO


44 LIGNE CLAIRE


46 CONTENCIÓN DINÁMICA

TERTULIA DE BOTICAS PRODIGIOSAS Y ESCUELA DE CURANDEROS, Álvaro Cunqueiro

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ÁLVARO CUNQUEIRO, Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, Destino, Barcelona, 1976, 214 páginas.

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LOS MELOCOTONES DE LA LONGEVIDAD

   Se trata de la botica oculta de una nunca nombrada montaña de China, en la cual, tras paciente examen que el boticario hacía del cliente, se le despachaban a este los melocotones de la longevidad. El examen era más moral e intelectual que físico: no se le despachaban los melocotones de la longevidad a las mujeres ni a los menores de cuarenta y ocho años. En el examen, quienes más éxito obtenían eran los espíritus humildes y por entero desilusionados, desapegados de los triunfos y de la fortuna, gentes vagabundas y eruditas, capaces de pasarse la vida estudiando el crisantemo de ocho hojas, el canto de la perdiz, los movimientos del pescador de carpas o el vuelo de la cometa. Alguna vez sorprendió a los sabios de la antigua China que los melocotones de la longevidad fuesen vendidos a un pobre borracho, como aquel que en la poesía chinesa es conocido como el señor Cinco Sauces. ¡Borrachos alegres, pero delicados, que aguantaban el regüeldo para no molestar a las peonías del jardín!
   Un poeta que vivió cien años —y del que se sospecha comió los melocotones de la longevidad—, llamado Tao Yuanming, y que floreció en el tiempo de las Seis Dinastías, escribió un retrato del sabio vagabundo Cinco Sauces, que los sabios chinos consideran que es una obra maestra. Dice así:
   —Nadie sabe donde nació Cinco Sauces, ni su nombre. Cinco sauces crecen allado de su casa; ved de dónde le viene el apodo. No le importan dineros ni fama. Apetece leer libros nuevos, pero no se mete en filosofías. Cuando encuentra unafrase de mérito, se entusiasma y se olvida de comer. Le gusta el vino, pero como espobre no puede comprarlo. Los parientes y amigos le invitan a beber una jarra; bebe todo lo que le echen, se emborracha y se va, y le es lo mismo caer aquí que unpoco más allá. Las paredes de su casa están llenas de agujeros, y no lo defienden ni del viento ni del sol. Usa casaca corta de lino, sembrada de remiendos y remontes, y pocas veces el arroz calienta su plato. No le importa: se pone a escribir, se divierte imaginando, soñando despierto, y olvida el mundanal ruido, los triunfos, las derrotas. Y cuando su tiempo le llega, Cinco Sauces muere.
   Tarda en morir, pues ha viajado a la montaña, donde en su cabaña de bambúes, el boticario de la barba verde vende los melocotones de la longevidad.
   Más lejos todavía, en unas montañas cuyas cumbres oculta una niebla dorada, hay otra botica, en la que despacha un joven de barba roja. Allí se venden los melocotones de la inmortalidad. Solamente una vez cada siglo aparece uncomprador. El boticario le hace siete preguntas al cliente, y si las respuestas son favorables, pesa en una balanza de oro los melocotones que le vende. Pero, las más de las veces, inmensamente triste, el mozo de la barba roja responde que melocotones de la inmortalidad no hay, y el comprador se retira en silencio, seguido por la mirada extrañamente dorada y húmeda del unicornio que pace en un prado vecino la hierba que ha crecido a la sombra del melocotonero.

UNA CASA EN MANGO STREET, Sandra Cisneros

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SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, 164 páginas.

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CUATRO ÁRBOLES DELGADUCHOS

   Son los únicos que me entienden. Yo soy la única que los entiende. Cuatro árboles delgaduchos con cuellos delgaduchos y codos puntiagudos como los míos. Cuatro que no pertenecen a este mundo pero están en él. Cuatro excusas raquíticas plantadas por el Ayuntamiento. Desde nuestra habitación se los puede oír, pero Nenny duerme y no aprecia estas cosas.
   Su fuerza es secreta. Envían raíces feroces bajo tierra. Crecen por arriba y por abajo y agarran la tierra con los peludos dedos de sus pies y muerden el cielo con dientes violentos y nunca pierden su rabia.
   Así resisten.
   Bastaría que uno olvidara la razón de su existencia para que se inclinaran todos como los tulipanes en un jarrón, cada uno rodeando al otro con los brazos. Resistir, resistir, resistir, dicen los arboles mientras duermo. Es una lección.
   Cuando estoy demasiado triste y demasiado débil para seguir resistiendo, cuando soy una menudencia contra tantos ladrillos, entonces miro a los árboles. Cuando ya no queda nada más que mirar en esta calle. Cuatro que crecen a pesar del cemento. Cuatro que llegan y no se olvidan de llegar. Cuatro cuya única razón es ser y ser.

EJERCICIOS DE ESTILO, Raymond Queneau

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RAYMOND QUENEAU, Ejercicios de estiloCátedra, Madrid, 1989, 163 páginas.

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Agradecemos infinitamente los lectores a Antonio Fernández Ferrer la versión de esta seminal obra publicada en 1947. A la muy documentada Introducción (pp. 13-41) sucede un anexo con propuestas de ejercicios posibles (pp. 45-46) que se añadirían a los 99 de Queneau.         
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NOTACIONES
 
   En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él.
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo.” Le indica dónde (en el escote) y por qué.
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AMANERADO
 
   Eran los aledaños de un julio meridiano. El sol reinaba con todo su esplendor sobre el horizonte de múltiples ubres. El asfalto palpitaba dulcemente, exhalando ese tierno aroma de alquitrán que origina en los cancerosos ideas a la par pueriles y corrosivas sobre el origen de sus dolencias. Un autobús, de librea verde y blanca, blasonado con una enigmática S, vino a recoger, junto al parque Monceau, un pequeño pero agraciado lote de viajeros candidatos a los húmedos confines de la disolución sudorípara. En la plataforma trasera de esta obra maestra de la industria automovilística francesa contemporánea, donde se amontonaban los transbordados como sardinas en lata, un pillastre que frisaba la treintena y que llevaba, entre un cuello de una longitud cuasi serpentina y un sombrero cercado por un cordoncillo, una cabeza tan sin gracia como plúmbea, alzó la voz para lamentarse, con amargura no fingida y que parecía emanar de un frasco de genciana, o de cualquier otro líquido de propiedades semejantes, de un fenómeno consistente en empujones reiterados que, según él, tenían como causante a un cousuario presente hic et nunc de la S. T. C. R. P. y le dio a su lamento el tono agrio de un viejo vicario que se hace pellizcar el trasero en un mingitorio y que, por excepción, no le apetece en absoluto tal delicadeza y no entra por uvas. Pero, al descubrir un sitio libre, se lanza en pos de él.
   Más tarde, cuando el sol había bajado ya algunos peldaños de la monumental escalera de su parada celeste, y cuando de nuevo me hacía vehicular por otro autobús de la misma línea, observé al mismo personaje descrito anteriormente moviéndose en la plaza de Roma de forma peripatética en compañía de un individuo eiusdem estofae que le daba, en esta plaza consagrada a la circulación automovilística, consejos de una elegancia tal que no iba más allá de un botón.
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GUSTATIVO
 
   Aquel autobús tenía un sabor especial. Curioso, pero indiscutible. No todos los autobuses saben igual. Como suele decirse, pero así es. Basta con probarlo. Aquel -un S- para ser sincero, tenía un ligero sabor a cacao tostado, y no digo más. La plataforma tenía su aroma especial, a cacahuete no sólo tostado, sino, además, pisotado. A un metro setenta del suelo, una golosa, aunque allí no había ninguna, hubiese podido lamer una cosa un poco agria que era un cuello de hombre treintañero. Y veinte centímetros aún más arriba, se ofrecía un paladar refinado la exótica degustación de un galón trenzado con un ligero sabor a chocolate. A continuación degustamos el chiclé de la pelea, las castañas del cabreo, las uvas de la ira y los racimos de la amargura.
   Dos horas más tarde se nos ofrecieron los postres: un botón de abrigo... una auténtica guinda...

CUENTOS LIBERTINOS DEL MAGREB, Nora Aceval

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NORA ACEVAL, Cuentos libertinos del Magred, Backlist, Barcelona, 2011, 125 páginas.

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Najat El Hachmi (traductor y prologista) y Leila Sebbar coinciden con Nora Aceval al valorar la revelación de estos relatos de una secreta tradición oral. Las ilustraciones son obra de Sébastien Pignon. 
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EL LAGARTO DE LA VIRGINIDAD

   Para evitar el escándalo, una joven que ya no era virgen ideó una astucia extraña.
   La noche de bodas se llevó un pequeño lagarto en su baúl. Una vez tumbada en el lecho nupcial, se introdujo el lagarto dentro de la vagina, empezando por la cola. Cerró los muslos y esperó pacientemente a su esposo.
   Los cantos y la música acompañaron al mando hasta el cuarto. Le iba en ello su honor. La muchedumbre de familiares se apiñaron delante de la puerta para esperar la señal de la desfloración.
   Después de unos breves preliminares, el hombre dijo con suavidad: déjame hacer, todo el mundo espera la sangre de tu virginidad.
   Cuando apenas había puesto su sexo dentro de la vagina de su joven esposa, lo sacó chillando.
   El lagarto había perforado su glande turgente.
   —¡Uy, uy, uy! —gritaba el marido derramando su sangre sobre la camisa y las sábanas nupciales.
   —¡Ay, ay, ay! —gritaba a su vez la novia como para darle la réplica.
    Los que esperaban la desfloración para agitar las sábanas manchadas de sangre, llamaron a la puerta haciendo you-yous a plena voz. El hombre se puso los pantalones y la camisa y huyó mientras la gente se precipitaba dentro del cuarto.
    «Wou, you, you! Nuestra novia es pura! Ha hecho enrojecer nuestros rostros de orgullo», cantaban las mujeres mientras agitaban el trofeo, la camisa y las sábanas rojas de sangre de virginidad.
    ¡Así el novio había sangrado y la novia recibió los honores! El esposo guardó silencio y no osó jamás explicar que el sexo de su mujer lo había mordido.
   El tiempo pasó, la mujer supo devolverle la confianza a su marido explicándole que solamente las vírgenes tenían una vagina capaz de hacer sangrar una verga.
   El esposo honró a la mujer y tuvieron hijos muy hermosos.

ULTRAVIOLENCIA, Miguel Noguera

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MIGUEL NOGUERA, Ultraviolencia, Blackie Books, Barcelona, 2011, 310 páginas.

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Miguel Noguera presenta en este volumen sus "más de 300 ideas": algunas, simples viñetas; otras, microrrelatos ilustrados.
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EL ÁNGULO MÁGICO DEL SUICIDA

Cuando un suicida se arroja desde lo alto de un edificio, su cuerpo adopta varios ángulos con respecto al suelo durante la caída. Pero hay un ángulo que será el más agradable, místico y liberador para él. El ángulo que más paz le procurará será exactamente éste:
Lo digo porque justo ahí comienza la posibilidad de ver el cielo, hasta ese momento sólo había podido ver el suelo.
Con el ángulo liberador sabe que verá el cielo durante los próximos 180 grados, que aún le queda un ratito de disfrute. Además, para ver el cielo tendrá que bajar la vista —eso es muy relajante— como si tuviera el cielo a sus pies.

CATÁLOGO DE BESOS, Raquel Díaz Reguera

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RAQUEL DÍAZ REGUERA, Catálogo de besos, Thule Ediciones, Barcelona, 2011, 64 páginas.

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Este libro bellamente ilustrado contiene un catálogo de veintiséis besos. A cada descripción le sucede un sugerente microrrelato.
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BESO SUSURRO

   Este beso se mueve como pez en el agua entre las palabras, deslizándose hábilmente entre los adjetivos y los verbos. Se sirve con vocales y consonantes suaves, en cualquier idioma, sutil y pausadamente.
   Es paciente y emprendedor. Sujeto y predicado. Le gusta dar rodeos hasta asegurar la presa. Una vez que ésta queda rendida, se entrega, normalmente bajo la oreja y acompañado de una voz casi inaudible. Su efecto inmediato es un cosquilleo que desciende por el cuello y se cuela entre los botones de las blusas. Eriza la piel y despierta otros besos más pendencieros.
   Suele darse en lugares con luz tenue. La noche es sin duda su hábitat natural.
   Puede encadenarse con sustantivos que esconden otro beso susurro.

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    Posología: No se ha descrito dosificación.
   Contraindicaciones: Provocan adicción por los adjetivos y por las voces cálidas que encierra la radio a altas horas de la noche.
        
SSSSSSSSSSSSSS...

   La cantidad de gente que abarrotaba el bar sirvió como coartada. Punto y seguido. Era imposible hablar sin acercarse más. Un adjetivo y casi se rozaban. Álvaro, con dos dedos, apartó levemente la melena de Amanda y dejó caer tres palabras elegidas cuidadosamente. Ella cerró los ojos, labio inferior mordido, pronóstico perfecto. Puntos suspensivos.                                                              
   Fueron bajando el tono. Una frase después, las silabas eran casi inaudibles. Un adjetivo más y esta vez fue ella la que se retiró el cabello para dejar la curva de su cuello al descubierto. Un beso susurro mordió el lóbulo de la oreja de Amanda. Naufragio. Dos palabras curvas pasearon por su mejilla izquierda, un verbo horizontal viró a la derecha al llegar a su boca y otro beso susurro más arriesgado mordió sutilmente su hombro. Carne de gallina. Un silencio después, la conversación dejó libre los labios para otros menesteres.

LA LUMBRE Y LAS TINIEBLAS, Esteban Padrós de Palacios

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ESTEBAN PADRÓS DE PALACIOS, La lumbre y las tinieblas, Plaza & Janés, Barcelona, 1966, 208 páginas.

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EL PECADO

   Todo estaba en convencerse de que lo que había sucedido no había sucedido. Era necesario, totalmente necesario, raspar la realidad, raspar el recuerdo. No, no. No había pasado nada.... Nada.
   Juan no conseguía dormirse. No podría conciliar el sueño sin sentir, de una vez, que las cosas continuaban igual que unas horas antes. Unas horas antes todo era ordenado y simple. Y él era libre. Pero ahora no puede ordenar de nuevo la norma cauta y segura de la vida; porque lo que ha sucedido, ha sucedido. Se ha incrustado en la realidad, y ya no es posible olvidar y liberarse sin ayuda del tiempo. Quiere destruir su estúpida equivocación, pero en sus manos vive todavia el calor de Ramona y el olor ingenuo y humilde de Ramona, que le clavan en la carne el hecho inconmovible de una caída vulgar.
   Se revuelve en la cama, y el lecho se desordena. El malestar de la cama descompuesta, es como su propio malestar. Tiene miedo. Ahora sabe que es posible entrar a hurtadillas en el cuarto de la criada, y verse aceptado por una muchacha que calla. Ahora advierte, acongojado, que la tentación de abrir una puerta puede convertirse en algo vivo, en algo que entra, de pronto, a formar parte de la realidad, y que es tacto y es suspiro y es olor. Es algo macizo que está ahí y que ya no se levanta. Ha tocado, tembloroso, el picaporte y ha abierto la puerta. Todo lo que ha pasado luego, ha sido confuso y quizás trivial. Pero ha pasado. Ha sido capaz de abrir la puerta por primera vez. Y hundirse sin gallardía en el ambiente pesado y estrecho del cuarto de Ramona. Y palpar la oscuridad, pringada de sombras, y oírse llamar, con miedo, de usted y señorito.
   El sueño vence, poco a poco, su inquietud. No, no ha pasado nada. Nada. Mañana todo será igual que antes. Obligará a que lo sucedido se pierda en el sueño, como una inútil pesadilla. Una vez no es nada, no es nada. Todavía le queda miedo para que en otra ocasión su mano se retire del picaporte. No, no volverá a suceder. Hay que evitar que el hecho torpe se haga peligroso, y que el pecado nos llame de tú. Mañana todo será igual que siempre y la extraña realidad de hoy, una borrosa pesadilla.
   Juan despertó y el recuerdo le hirió de súbito con su bofetada. De todos modos, era igual. Ya estaba todo decidido. Todo sería igual que antes. Un poco de seriedad. Indiferencia... ¡Esto es lo más hábil! No, no ha pasado nada.
   Ramona entró con el desayuno. Juan le dirigió una mirada distraída, sin intimidad. Una mirada muy respetable. Todo como antes. Hay que evitar que el pecado nos hable de tú.
   Ramona deposita el desayuno sobre la cama. Sonríe, confidente y cariñosa.
   —Hola, Juan. ¿Has dormido bien?
   Y su mano le reza la rodilla.

EL CUADERNO ROJO, Paul Auster

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PAUL AUSTER, El cuaderno rojo, Anagrama, Barcelona, 1994, 96 páginas.

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Novela corta sobre cómo el azar va tejiendo los hilos de la vida, desde una aguda mirada como la de Benito Arias García en su antología Grandes minicuentos fantásticos también admite su lectura tras las lentes del microrrelato. Tanto la traducción como el magnífico prólogo contrapuntístico (El cazador de coincidencias, pp. 7-23) corresponden a Justo Navarro.

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   En la misma línea, a pesar de abarcar un período de tiempo más corto (unos meses en lugar de veinte años), otro amigo, R., me habló de cierto libro inencontrable que había estado intentando localizar sin éxito, husmeando en librerías y catálogos en busca de una obra supuestamente ex­cepcional que tenía muchas ganas de leer, y cómo, una tarde que paseaba por la ciu­dad, tomó un atajo a través de la Grand Central Station, subió la escalera que lleva a Vanderbilt Avenue, y descubrió a una jo­ven apoyada en la baranda de mármol con un libro en la mano: el mismo libro que él había estado intentando localizar tan desesperadamente.
   Aunque no es alguien que normal­mente hable con desconocidos, R. estaba tan asombrado por la coincidencia que no se pudo callar.
   —Lo crea o no —le dijo a la joven—, he buscado ese libro por todas partes.
   —Es estupendo —respondió la joven—. Acabo de terminar de leerlo.
   —¿Sabe dónde podría encontrar otro ejemplar? —preguntó R.—. No puedo de­cirle cuánto significaría para mí.
   —Éste es suyo —respondió la mujer.
   —Pero es suyo —dijo R.
   —Era mío —dijo la mujer—, pero ya lo he acabado. He venido hoy aquí para dárselo.

LA OTRA GENTE, Álvaro Cunqueiro

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ÁLVARO CUNQUEIRO, La otra gente, Destino, Barcelona, 1975, 206 páginas.

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Ricardo Carballo Calero destaca en su conciso prólogo cómo la "ternura precisa" o la "objetividad legítima" de Cunqueiro permiten "curarnos, quizás, de nuestra única pasión, poniendo en claro nuestros sueños".

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PEDRO CORTO

   Todos lo conocíamos por Pedro Corto, o Pedro de Antón, pero se llamaba Pedro Regueira García. Fue compañero mío en la escuela de Riotorto, un año en el que hubo tifus en Mondoñedo, y a mí me mandaron a la aldea, a casa de mi tío Sergio Moirón. Yo tenía ocho años, y él, once o doce. Era un calígrafo lento, como un chino de los días de los Tang y de los Sung, que yo llegué, pasando los años, a conocer y admirar tanto. Pedro daba de todas las muestras Itzurzaeta unas planas limpísimas. Yo tenía una letra muy mala, unos mosquitos caídos a voleo sobre el papel, y le envidiaba a Pedro Corto la clara escritura solemne tomada de José Francisco Itzurzaeta, quien seguía la tradición de los vascos de buena letra que fueron secretarios de los Austria. Pedro Corto llegaba a la escuela con sus grandes zuecos, la chaqueta de pana verde que le quedaba corta y unos pantalones de pana negra que le quedaban estrechos con remontes en las rodillas; una enorme bufanda a rayas rojas y negras le envolvía la cabeza, tapándole las orejas, donde un invierno le florecían los sabañones. Siempre tenía frío, y media hora antes de la sesión de caligrafía paseaba con las manos en los bolsillos, con permiso del señor maestro. Pedro Corto sabía hacer globos de papel, que subían alegres y se perdían tras los oscuros montes. Pedro Corto nos decía:
   —¡Los globos siempre van al mar!
   Él no viera nunca el mar, y esperaba el día de verlo, el día en que tuviese que ir a tomar baños a Foz con receta de médico, en la primera semana de septiembre que es medicinalmente la indicada. Pero el arte de Pedro, el arte mayor, era la domesticación de saltamontes. Pedro, cuando en mayo comenzaban a verse, cazaba media docena, los metía en una cajita con tapa la mitad de rejilla y la otra mitad de cristal, y se disponía a la doma del saltón. Era tan difícil como puede serlo el arte búlgaro o siríaco de domar pulgas. Los saltamontes de Pedro Corto terminaban por usar el columpio que les ponía en la caja, y pasando al través de un aro doble, hecho con una horquilla de pelo, y saltando una barrera de papel colorado, como caballitos. Cuando a los trece años marchó a Buenos Aires, con unos zapatos nuevos, pero, eso sí, con la misma bufanda de la escuela, le dije a su tío Felipe de Anteiro:
   —Pedro se va a hacer rico en Buenos Aires, en los teatros, con los saltamontes.
   —Allá —me dijo el señor Felipe, mirándome gravemente y perdonándome mi ignorancia— no hay saltamontes en el campo. Allá en La Pampa sólo saltan la langosta de oro y la rana guajanera, que no son dominables.
   Callé, y bajé la cabeza. Años más tarde me enteré de que no había tal langosta de oro ni tal rana guajanera, que ambas fueran invención de Felipe de Anteiro, invención poética. Ignoro qué habrá sido de Pedro Corto. Cuando por mayo y junio veo saltamontes en los campos gallegos, siempre lo recuerdo.

LOS MUERTOS, LAS MUERTAS Y OTRAS FANTASMAGORÍAS, Ramón Gómez de la Serna

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RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, Cruz y Raya, Madrid, 1935, 188 páginas.

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LA CABELLERA DE LA SOMBRA

   En la oscuridad sentí una cabellera, una larga cabellera...
   No quise ni encender, ni espantarla...
   Quise cazar aquella cabeza a la que pertenecía la cabellera y saqué mi peine de bolsillo para convencer al cabello con esa caricia del peinado que convence a todas las cabelleras.
   Eran sedosos y vivos los cabellos —juro que no eran los de ninguna muerta—, y aunque avancé sigiloso por las galerías oscuras sin dejar de peinar los oleosos cabellos, no encontraba la cabeza buscada.
   ¡Qué larga cabellera! Cola como de de vestido que daba vueltas a las habitaciones aunque su dueña estuviese muy lejos.
   Era una cosa de la realidad con algo de ilusión. Me acerqué los cabellos como quien se acerca una flor para cloroformizarse de perfume, y percibí el olor humano de los cabellos, con un remoto recuerdo lanar...
   Jugándome el todo por el todo, dejé la cabellera y encendí la luz.
   Nada.
   Pero había tenido la voluptuosidad de tener en mis manos la incentiva cabellera de la oscuridad.

NOVÍSIMOS AEROLITOS, Carlos Edmundo de Ory

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CARLOS EDMUNDO DE ORY, Novísimos aerolitos, Fundación Carlos Manrique, Madrid, 2009, 66 páginas. Ilustraciones de Laure Lachéroy.

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El hombre es un misterio estropeado.
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La cara más cara es la máscara.
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Cuando yo amo a alguien, le amo más en el invierno que en el verano (Nietzsche, Así habló Zaratustra).
***
¡Maldito sea el pan que no come el pobre!
***
Me emborracho de angustia.
***
Un general ignora el miedo de los soldados.
***
No me acuerdo de haber nacido.

SENOS, Ramón Gómez de la Serna

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RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Senos, Albino y Asociados, Buenos Aires, 1979, 83 páginas.

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Baste una pincelada de Osiris Chierico en la Aproximación (pp. 10-11): "Ramón y Luis nos dan este libro lleno de respuestas. Un bello libro con el más bello de los temas". Como en las otras entregas, las diez bellas xilografías de Luis Seoane, se insertan entre los microrrelatos.

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LOS SENOS DE LA DOMADORA

   Senos valientes, intrépidos.
   Los zarpazos del león van buscándolos y aun con eso ella los presenta lo primero de todo por delante de sí misma, aunque se ve que es lo que defiende con el revólver que lleva a la cintura.
   Los gestos de las "manos" del león hacia la domadora son gestos bruscos, temerosos, intencionados, de hombre que busca los senos a la mujer y ella tiene la misma táctica que la mujer emplea con el hombre.
   Es notable ver más sincera que nunca la violenta y enconada ferocidad del hombre frente a la valiente defensa de la mujer. (Así son las luchas entre la doncella que no quiere que la toque el señorito, y el señorito que lo está intentando siempre.)
   ¡Cómo son de fuertes los senos de la domadora bajo la recia cazadora, bajo el fuerte pijama de agremanes como cadenas!
   La domadora resultará por eso mucho más heroica que el domador, porque da sus senos al peligro, porque da más pecho a la fiera.
   Los senos de la domadora son como crótalos, como senos con dos escudos que los defienden, apretados sus poros, dispuesto el pezón como un estilete. Parece la domadora la cazadora de osos con el cuchillo en el pecho.
   ¡Qué mansa y qué femenina resultará después para su marido la valiente domadora! ¡Qué gran contraste en el hogar con cuadros románticos, frente al tocador vestido de rosa como un bebé!

LA TARDE DEL DINOSAURIO, Cristina Peri Rossi

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CRISTINA PERI ROSSI, La tarde del dinosaurio, Plaza & Janés, Barcelona, 1985, 152 páginas.

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Desde el prólogo, Julio Cortázar entrega el relevo creador a su amiga Peri Rossi, a la que encumbra, entre otros méritos, por "ensanchar las fronteras del realismo" o su "obstinada exploración de la condición humana".
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SIMULACRO II

   Hacía diez días que girábamos en la órbita lunar. Hacia un lado y hacia el otro de la escotilla solamente divisábamos el intenso, infinito espacio azul universal. No experimentábamos ni calor ni frío. No sentíamos ni hambre ni sed. No padecíamos trastorno o enfermedad alguna. No nos dolían ni los cabellos ni los dientes. No había ni oscuridad ni luz. No hacíamos sombra. Cuando dormíamos no soñábamos. Allí, jamás anochecía ni amanecía. Un plenilunio continuo. No había ni relojes ni fotografías. Podíamos dormir o estar despiertos. Nadie se vestía ni se desvestía.
   A los diez días, Silvio me suplicó que le contara alguna historia. Pero yo había perdido la memoria.
   —Inventa algo —me imploró. Sin embargo, en la esterilidad del espacio, girando siempre alrededor de la luna, no pude inventar nada.
   —Háblame —me dijo, entonces. Yo busqué una palabra que estuviera escrita en alguna parte de la nave y que yo pudiera pronunciar. Fue inútil: las máquinas ya no necesitaban instrucciones: funcionaban solas. No había nada escrito en ninguna parte y que yo pudiera leer. A ambos lados de la escotilla, solamente el espacio azul universal. No experimentábamos ni calor ni frío. No sentíamos hambre ni sed. No padecíamos trastorno o enfermedad alguna. No había ni oscuridad ni sombra. Los sonidos eran pequeños, débiles, atenuados. No necesitábamos acostarnos o ponernos de pie. Podíamos dormir o estar despiertos. Nadie se vestía o se desvestía.
   Al final, con todo mi esfuerzo, pude pronunciar una palabra:
   —Piedad —dije.

LA VIDA DIFÍCIL, Slawomir Mrozek

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SLAWOMIR MROZEK, La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995, 206 páginas.

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EL SASTRE

   El sastre anotó la última medida en su bloc, enrolló la cinta métrica y preguntó:
   —¿Desea un traje con un lado o con los dos lados?
   —¿Quiere decir normal o reversible?
   —No. Pregunto si desea un traje corriente, de un tejido con dos lados, o un traje extra, de un tejido que se ve por un lado.
   —¿Cómo … se ve … ?
   —Sí, un traje que sólo tiene un lado
   —¿Y el otro?
   —El otro no existe
   Le miré con más atención. Era un vulgar sastre. Mediocre, pueblerino, introvertido y melancólico, sin horizontes. Y de repente una cosa así…
   —¿El traje con un sólo lado sería más barato? — pregunté más que por saber el precio, por no dejar ver mi estupefacción. El sastre lo había dicho con mucha seriedad, como si se tratara de algo evidente que no debería sorprenderme. Pero tal vez no fuera más que una broma.
   —No, más caro, por supuesto
   —¿Por qué? Dos lados son más que uno
   —Pero un lado está mucho mejor que dos
   —¿Por qué mejor?
   —Porque con uno no hay dudas. Hay uno solo y ya está. Y con dos siempre hay problemas.
   —¿Qué problemas?
   —¿Nunca le ha pasado que se ha puesto algo al revés?
   —Sí, pero ¿qué problema hay en eso?
   —Hombre, que usted se encuentra entonces en el otro lado.
   —Pues basta con quitarse la prenda y ponérsela del otro lado.
   —Exactamente. Y entonces está usted de nuevo en el otro lado. Si no esta en un lado, está en el otro, o al revés. Y con un traje con un sólo lado esto no le puede ocurrir.
   —Pero en cualquier caso también estoy en algun lado de este único lado.
   —No, porque este único lado sólo tiene un lado. En el otro lado no hay ningun lado, así que no puede estar allí.
   —Pero, entonces, si estoy en el lado que no existe, ¿dónde estoy?
   —En ninguna parte, por supuesto. Pero eso vale dinero.
   —¿Mucho?
   El sastre miró el bloc, multiplicó unas cifras y sumó los resultados.
   —Tanto como esto — dijo, acercándome el bloc e indicándome la suma con la punta del lápiz.
   —¡Dios mío! — exclamé — ¿Quién se lo puede permitir?
   —Nadie — dijo el sastre y cerró el bloc — Entonces, ¿en qué quedamos?
   —Hágalo normal.

ZOOILÓGICO, Daniel Montero Galán

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DANIEL MONTERO GALÁN, Zooilógico, Ediciones Jaguar, Madrid, 2011, 128 páginas.

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Es complicado ver al Correveydile, ya que siempre va con prisas y no suele parar ni a descansar.

   Puede alcanzar los 200 Km/h caminando tranquilamente y si se pone nervioso o ha  tomado café, llega a sobrepasar la velocidad del sonido (340 m/s). Gracias a esta facultad puede llegar a comprender tus pensamientos, porque te oye antes de que abras la boca.

   Se alimenta de comida rápida como bocadillos de lombrices. A menudo se le corta la digestión sin ayudarse de tijeras, ya que se echa la siesta mientras trota. Por ese motivo, suele tener sueños muy ajetreados.
                                                                                        
Si quieres que un Correveydile se pare,
has de darle Pastillas de freno.
Huevo de Correveydile.

Nombre científico: E=Vi·T+1/2AT2.
Voz: Difícil de comprender, ya que cacarea muy rápido.
Longitud: Según la frecuencia con que se mida.
Peso: Dependiendo de la resistencia del aire.
Huevo: Ideal para hacer tortilla, pues está batido según lo ponen.
Aficiones: Competir en maratones.
Hábitat: Campo a través.

SOMBRAS SOBRE SOMBRAS, Juan José Millás

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JUAN JOSÉ MILLÁS, Sombras sobre sombras, Península, Barcelona, 2007, 144 páginas.

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UNA CURVA ELEGANTE

   Cuando me disponía a entrar en el coche, advertí que tenía los dedos de la mano derecha pringados de alguna sustancia que no reconocí. Aunque iba con el tiempo justo, decidí volver a casa para lavarme. Ahora, mi casa era la de mis padres, pero vivíamos en ella una niña de seis años y yo. No sé que relación tenía con la niña. No era su padre, ni su hermano mayor. Con la mano derecha en alto, para no manchar nada, fui atravesando las habitaciones, pues se trataba de una casa enorme, mucho más grande por dentro que por fuera. Lógicamente, abría las puertas con la mano izquierda. De camino al cuarto de baño pasé por la habitación de la niña, que dormía plácidamente. Le di un beso y me reproché haber estado a punto de dejarla sola.
   Luego volví sobre mis pasos y atravesé el salón, siempre con la mano levantada y los dedos reunidos de este modo. En la pared del pasillo vi ese retrato de Freud que sostiene un puro en la mano derecha y observa al fotógrafo con las cejas fruncidas, como si fuera él el que está haciendo la foto. Se ha llevado la mano izquierda a la cadera y tiene la chaqueta un poco abierta, de forma que se le ve la leontina (quizá, de oro), que nace en un ojal del chaleco y muere en el bolsillo del lado izquierdo, tras trazar lo que llamamos una curva elegante. Recordé la frase de Freud según la cual un puro, a veces, es sólo un puro, lo que constituía un modo, deduje, de protegerse o de advertirnos acerca de los peligros de la sobreinterpretación. Calculé también que muy pronto se celebraría el 150º aniversario de su nacimiento y que debería escribir algo para el periódico. Estaría bien señalar que el puro simbolizaba al inconsciente. Sólo Freud podría sostener el inconsciente entre los dedos de la mano derecha sin mancharse (y sin abrasarse). Por lo general, el inconsciente, una vez encendido, te fuma a ti en lugar de tú a él.
   Pero, hablando de dedos, yo continuaba sin resolver el problema de los míos porque el cuarto de baño cambiaba de lugar, como si me evitara. Me los llevé a la nariz, para ver a qué olía la sustancia pegajosa, y me pareció que olía a puro barato, quizá a caca. En una de las vueltas, volví a pasar por la habitación de la niña, que se había convertido en un perro grande y blando, un perro que tenía algo de león. Recordé la cadena de Freud, la leontina, y me pregunté por el origen de esa palabra. La buscaría en el diccionario etimológico. Pero no podré consultarlo, reflexioné, si no logro limpiarme los dedos.
   En éstas, descubrí al final del pasillo la puerta del cuarto de baño. La abrí con violencia, para que no se me escapara, pero no era un cuarto de baño, era una cocina. No me parecía bien lavarme los dedos allí, aunque no me quedaba otro remedio. El problema es que al abrir el grifo con la izquierda, en vez de agua, salió una leontina, un chorro de leontina, cabría decir, que se colaba por el sumidero sin trazar ninguna curva elegante. Había al lado de la pila una banqueta en la que me senté y me puse a llorar porque sabía que el despertador sonaría de un momento a otro y la niña se despertaría con los dedos sucios. Entonces sonó, en efecto, y me desperté llorando, pero tenía los dedos limpios. Pensé que los habían limpiado las lágrimas, así que me arreglé y me fui a trabajar.


FOTOGRAFÍA: Freud, Associated Press

CON EL CORAZÓN EN LA BOCA, Alfredo Armas Alfonzo

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ALFREDO ARMAS ALFONZO, Con el corazón en la boca, Pomaire, Barcelona, 1981, 224 páginas.

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   La madre es implacable en vendarle a uno la lectura de Vargas Vila y a uno no le queda sino desobedecer cuando no advierte el trajín hacendoso de la ama de casa, esto es cuando la madre se recuesta o se va al conuco a buscar cuarentadías de las que sembró en la quebradita a la pata del quisandal.
   Uno devora entonces las páginas. «... mas ¡ay! ni bajo la losa del sepulcro hallaría calma, porque, como al fratricida de la leyenda, si abriera los ojos en el fondo de la tumba, vería sobre él, fijo, centelleante, severo, el ojo formidable de la Historia.»
   Palelo se ha aprendido de memoria la página 58:
   «... y, en el fondo turbado de tus pensamientos, surgieron las escenas malsanas de las viejas orgías...
   y, tus manos vacías, se extendieron hacia mí...
   y, me atrajiste...
   y, me besaste,
   y, me venciste,
   perdoné tus agravios;
   sobre tus labios,
   sobre tus senos,
   bebí el veneno
   cálido y triste...
   que tú me diste...
   y, abyecto, y miserable y sin Honor;
   el Placer me venció, que no el Amor...
   y, en los brazos mefíticos del Vicio, celebramos el nuevo Esponsalicio...»
   Y Palelo se pone a recitar la página 58 hasta que la emoción lo hace toser.
   A los catorce años uno no entiende qué hacen Cicerón, Demóstenes, Isócrates, Dantón, Robespierre, Desmoulins, Tácito, Arquelino, Pantagruel, Pericles, Anacreonte, Platón, Dante, Atila el que exhaló el postrer suspiro sobre el vientre de una cortesana, Tiberio, Virgilio, Ovidio, Santo Domingo de Guzmán, Bonaparte, Medusa, Cristo, Byron, Luzbel, Caín y Montalvo en un recuerdo de Juan Ramón Uribe, Joaquín Crespo o José Martí, no será como supone Palelo que son nombres de perros.
   —De verdad —insiste Palelo, llenándonos la cara de saliva—. A Joaquín Crespo le espantó el caballo, Ana... tal vaina. Si no no lo joden como un pendejo.
   Hay que devolver las hojas una a una para redescubrir a Anacreonte.
   —No es un perro, Palelo.
   —Y si no es un perro ¿qué otra vaina puede ser? —se irrita Palelo.
   Treinta años tiene Palelo de muerto y esa distancia me niega la posibilidad de irle a explicar quién es Anacreonte que no fue un perro de alguna raza del Cauca.

MÁXIMAS, François de la Rochefoucauld

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FRANÇOIS DE LA ROCHEFOUCAULD, Máximas. Reflexiones o sentencias y máximas morales, Edhasa, Barcelona, 1994, 174 páginas.

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Carlos Pujol, editor y traductor del volumen, no olvida resaltar en la Introducción (pp. 9-28) la agudeza de unas máximas "que trescientos años después de sus primeras ediciones aún no han agotado su capacidad de sorprender y de escandalizar, y que mantiene incólume su fría arrogancia, su desdén insolente y su reto".

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Hay locuras que se contagian igual que las enfermedades infecciosas.
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No hay disfraz que pueda durante mucho tiempo ocultar el amor donde está, ni fingirlo donde no está.
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El silencio es lo más seguro para quien desconfía de sí mismo.
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Sonroja más desconfiar de los amigos que ser engañados por ellos.
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Todo el mundo se lamenta de su memoria, y nadie se lamenta de su criterio.
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Pocos son los que no se avergüenzan de haberse amado cuando ya no se aman.
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La esperanza, por engañosa que sea, sirve al menos para conducirnos al final de la vida por un camino agradable.
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No abundan los cobardes que conozcan siempre todo su miedo.
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Pocas cosas desearíamos ardientemente si conociéramos del todo lo que deseamos.
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Nunca se olvidan mejor las cosas que cuando se está cansado de hablar de ellas.

TODO SON PREGUNTAS, Juan José Millás

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JUAN JOSÉ MILLÁS, Todo son preguntas, Península, Barcelona, 2005, 146 páginas.

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En el prólogo, Las fotografías nos leen (pp. 11-14), Millás reflexiona sobre la interrogación a la que nos somete una fotografía, su mirada pocas veces indiferente. Y si bien resulta "muy difícil no responder de algún modo a esa «intromisión»", también lo es superar el ingenio de este escritor en la búsqueda de esa respuesta.

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NECROLÓGICA RETROACTIVA

   Los mamíferos estamos sobrevalorados, y es lógico. Si Bush fuese gallo estarían sobrevaloradas las aves y la Estatua de la Libertad sería una gallina. Cada uno tiende a defender lo suyo. En los zoos ocupa un lugar privilegiado el gorila no ya por lo que tiene de mamífero, sino por lo que tiene de hombre. Si ser mamífero es un privilegio, ser mamífero y humano es la caraba (¿qué rayos significará caraba?). Esa sobrevaloración es la causante de que el 99 por 100 de las fotografías del periódico correspondan a hombres o a mujeres en diferentes poses o actitudes. Sólo muy de vez en cuando aparecen imágenes de ranas o de moscas, y no porque su vida sea menos interesante que la nuestra, sino porque a nosotros nos importan nuestras cosas.
   El caso de Copito de Nieve, que en paz descanse, fue especial. Lo veíamos en la prensa casi con la misma frecuencia que a un ministro del Interior y a su muerte consiguió más necrológicas que un escritor. A mí me pidieron una, pero luego no la publicaron porque les pareció poco elogiosa. Contaba en ella que un día fui a Barcelona a visitar al famoso mono y cuando estuve frente a él me ausenté de la realidad durante unos segundos y por un momento creí que yo era el encerrado y Copito de Nieve el visitante. Como el tiempo tiene una dimensión subjetiva, durante esos segundos fui capaz de comprender, en el sentido más profundo de la palabra, lo que significaba pasar toda una vida encerrado tras un cristal blindado, con un neumático de camión para columpiarme. Me dio un escalofrío tal que miré con odio a Copito de Nieve, y tomándolo, ya digo, por un visitante dominguero, le dije:
   —Sois unos hijos de puta.
   De súbito volví en mí y al contemplar la mirada cansada de Copito, dudé si no había dicho él esas palabras dirigidas a mí y a mi especie. El caso es que me llamó el redactor jefe y me dijo que Copito de Nieve, al que los niños adoraban, no decía palabrotas. Además, había sido muy feliz en el zoo, donde había creado una familia llena de hijos y de nietos. No toleraba, en fin, que yo alterara, en el momento de su muerte, la realidad de esa manera. Comprendí que la felicidad de Copito de Nieve era un asunto de Estado y me callé.
   La fotografía está sacada unos días antes de su muerte, cuando el Ayuntamiento de Barcelona decidió hacer pública su enfermedad (un cáncer de piel) para dar al público la oportunidad de que se despidiera de él. Mientras los niños y los adultos hacían cola para decirle adiós, Copito de Nieve bostezaba. A veces se rascaba el tumor que se había desarrollado en su axila derecha y luego se chupaba los dedos. El director del zoo, fiel al decreto de la felicidad, aseguró que Copito no sólo no sufría, sino que estaba pasando los momentos más dulces de su vida, disfrutando de la compañía de los suyos. Parecía que hablaba de un jefe de Estado retirado. Las autoridades aseguraron también que no prolongarían su vida artificialmente porque el objetivo era que el gorila tuviera una muerte digna que ya la quisiéramos para usted y para mí. Todos estos cuidados, de haber sido ovíparo, habrían resultado impensables. Además, ¿se habría atrevido un periódico a pedirme la necrológica de una gallina?


FOTOGRAFÍA: Carmen Secanella

ANTOLOGÍA DE CUENTOS E HISTORIAS MÍNIMAS (SIGLOS XIX Y XX)

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MIGUEL DÍEZ R. (editor), Antología de cuentos e historias mínimas (siglos XIX y XX), Espasa Calpe, Madrid, 2002, 440 páginas. 

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Además de los cuentos recogidos de los dos últimos siglos, Miguel Díez R. dedica un bloque de la antología a las Historias mínimas, textos que, como señala con acierto en su completa Introducción (pp. 13-40), resultan "pequeños hallazgos que permanecen grabados en la memoria durante mucho tiempo".

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EL ESPEJO CHINO

   Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su mujer le dijo:
   —Por favor, tráeme un peine.
   En la ciudad, vendió su arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de regresar se acordó de su mujer. Ella le había pedido algo, pero ¿qué? No podía recordarlo. Compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo.
   Entregó el espejo a su mujer y salió de la habitación para volver a los campos. Su mujer se miró en el espejo y se echó a llorar. Su madre, que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
   La mujer le dio el espejo diciéndole:
   —Mi marido ha traído a otra mujer.
   La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
   —No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.

JEAN-CLAUDE CARRIÈRE

CIFRA Y AROMA, Isabel Escudero

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ISABEL ESCUDERO, Cifra y aroma, Hiperión, Madrid, 2002, 336 páginas.

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Esta antología de la obra poética de Escudero se estructura en dos partes. Por la primera, homónima al título del libro, desfilan géneros de carácter popular: Cantares, Hai-ku y Mínimas, Bromas, Proverbios, Juegos y Adivinanzas. En contraste, El día menos pensado ofrece, en palabras de la autora, un estilo "más propiamente literario". Los textos complementarios de Luis Mateo Díez, Agustín García Calvo, Joaquín Lledó y Víctor Erice invitan a la degustación del volumen.

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Invierno:
sostiene el anciano
su tazón de humo.

OCASIÓN PARA UNA PEQUEÑA DESESPERACIÓN, Frank Kafka

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FRANK KAFKA, Ocasión para una pequeña desesperación, Libros del Zorro Rojo, Madrid, 124 páginas. Selección e ilustraciones: Nikolaus Heidelbach.

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UN HOMBRE YACÍA, GRAVEMENTE ENFERMO, en su cama. El médico estaba sentado a la mesita que habían arrimado a la cama y observaba al enfermo, el cual, a su vez, lo miraba. «No hay remedio», dijo el enfermo, no como si preguntase, sino como si respondiese. El médico abrió un poco un gran libro de medicina que estaba en el borde de la mesita, echó de lejos una ojeada fugaz y dijo, cerrando el libro: «El remedio viene de Bregenz». Y como el enfermo, haciendo un esfuerzo, apretara sus ojos, el médico añadió: Bregenz, en  Vorarlberg. «Eso queda lejos», dijo el enfermo.

 

CENTURIA, Giorgio Manganelli

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GIORGIO MANGANELLI, Centuria. Cien novelas río, Anagrama, Barcelona, 1982, 204 páginas.

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VEINTISIETE

   Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el Emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró al Emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres días después el Emperador fue despedazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su garganta.

LA CIUDAD ROSA Y ROJA, Carlo Frabetti

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CARLO FRABETTI, La ciudad rosa y roja, Lengua de Trapo, Madrid, 1999, 136 páginas.

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LA PESADILLA DE ARISTÓTELES

   En cierta ocasión, le preguntaron a Aristóteles: “Si pudieras pedir un deseo en beneficio de la humanidad, ¿qué les pedirías a los dioses?”, y él contestó que les pediría que unificaran el significado de las palabras, de forma que todos las entendiéramos exactamente de la misma manera. Y se podría decir que los dioses complacieron parcialmente a Aristóteles, pues con las matemáticas disponemos de un lenguaje exento de ambigüedades e interpretaciones subjetivas. Y esta precisión, esta unificación de significados, se ha ido haciendo cada vez más extensiva (sobre todo a partir de Newton, nuestro invitado de la columna anterior) al discurso científico en general.
   Pero Aristóteles se refería al lenguaje común, y soñaba con eliminar los continuos malentendidos a los que su uso da lugar, la paradójica incomunicación verbal (precariamente suplida por la comunicación no verbal) que condena a los seres humanos a una juanramoniana “soledad sonora”. Y, por suerte, los dioses no escucharon la petición del filósofo. Porque para que dos hablantes se entendieran a la perfección, es decir, para que entendieran todas las palabras –con todos sus matices y connotaciones– de idéntica manera, tendrían que ser prácticamente la misma persona. En el plano denotativo del lenguaje podemos lograr niveles de acuerdo relativamente satisfactorios; de lo contrario, hablar no serviría de nada y las sociedades humanas no existirían como tales. Pero el plano connotativo es, en gran medida, un universo personal e intransferible (o de muy difícil transferencia: por eso existe la literatura, y muy especialmente la poesía). Eso nos causa numerosos problemas, así como una irreductible sensación de alteridad (que Kafka expresó magistralmente: “A mí me conozco, en los demás creo; esta contradicción me separa de todo”). Puede que sea muy alto, pero ese es el precio de la individualidad.
   El pensamiento es fundamentalmente (aunque no exclusivamente) lingüístico. Somos lenguaje, incluso cuando callamos. Continuamente nos recorre un río de palabras, y somos los ecos innumerables que esas palabras multiplican en el irrepetible laberinto de nuestra mente. Por eso el sueño de Aristóteles, como tantos otros sueños filantrópicos, se resuelve en pesadilla. Si las palabras significaran exactamente lo mismo para todos, solo habría un individuo repetido millones de veces, y entonces sí que su soledad, atrapada en un laberinto de espejos, sería terrible: tan absoluta y vertiginosa como la soledad de Dios.

EL ÁRBOL, Slawomir Mrozek

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SLAWOMIR MROZEK, El árbol, Quaderns Crema, Barcelona, 1998, 169 páginas.

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UNA NOCHE EN UN HOTEL

   Estaba a punto de dormirme cuando detrás de la pared se dejó oír un fuerte golpe.
   "Ya está, ahora empezará aquello —pensé—. Será igual que en aquella famosa anécdota. El vecino se quitó un zapato y lo dejó caer al suelo. Ahora no podré dormir hasta que se quite el otro y vete a saber cuánto rato tendré que esperar a que lo haga".
   Así que cuál no sería mi alivio cuando enseguida se dejó oír el segundo golpe.
   Me estaba durmiendo de nuevo cuando detrás de la pared sonó un tercer estrépito que me quitó el sueño.
   Eso sí que no me lo esperaba. ¿Acaso mi vecino tenía tres piernas? Imposible. ¿Había vuelto a ponerse un zapato y se lo había quitado de nuevo? Poco probable. Así que, por lo visto, tenía dos vecinos.
   Y comenzó mi tormento,justo como lo había previsto. Lo único que me permitía resistir era la esperanza de que de un momento a otro tenía que quitarse el otro zapato. Sin embargo, la noche transcurría y el segundo, es decir, el cuarto ruido no llegaba.
   No pegué ojo en toda la noche y por la mañana bajé a desayunar totalmente agotado. Encontré a mi vecino. Busqué con la mirada al otro, pero no estaba, sólo había uno. Ese otro seguramente se había dormido hecho una cuba y continuaba durmiendo con un zapato puesto.
  —¿Tiene ratones en su habitación? —inquirió mi vecino—. Porque yo sí los tengo. Hacían tanto ruido que tuve que tirarles un zapato para que pararan.
   A partir de entonces dejé de pensar con lógica. Un estúpido ratón tiene más poder que toda la lógica junta, y la lógica sólo provoca insomnio.