PIRULÍS EN LA HABANA, Enrique Jardiel Poncela

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ENRIQUE JARDIEL PONCELA, Pirulís de La Habana, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, 160 páginas.
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Estas Lecturas para analfabetos están precedidas de una Explicación (p. 9) y un Autointerviú (pp. 11-13) que anticipan el humor sarcástico de Jardiel. Sirva como ejemplo esta respuesta a su consideración sobre el divorcio: "Me parece tan indispensable como los botones de los abrigos".
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LA COCAÍNA
        
   Parece que en Madrid se vende cocaína clandestinamente. Y parece que hay un par de docenas de cocainómanos y diez u once cocainómanas. He comprobado todo esto por mí mismo al leer algunos periódicos. Y no he podido retener, al comprobarlo, un gran suspiro de satisfacción. ¡ Oh! Realmente, ¡ya era hora!
   La venta oculta de cocaína en una ciudad y la existencia de gentes que la consumen como se consumen los pasteles de hojaldre, ensancha el ánimo, porque indica claramente que esa ciudad ha llegado a la categoría de «urbe cosmopolita». (Los novelistas psicológicos lo han afirmado varias veces.)
   Coged un pueblo, Torrejón de Ardoz, por ejemplo; poned en él dos cocainómanos —hombre y mujer— y un puesto de venta clandestina de ese alcaloide, y habréis hecho de Torrejón de Ardoz una urbe tan cosmopolita como Viena, Londres o Berlín.
   La cocaína es la base en que se asientan los paraísos artificiales, del mismo modo que los almohadones son las bases que sirven para edificarnos saloncitos turcos.
   Muy pocas personas, acaso tres o cuatro vendedores de globitos, han llegado a conocer profundamente la cocaína, y para eso estas nobles gentes la han conocido en casa del dentista, al anestesiarles para arrancarles con facilidad un par de huesos de sus mandíbulas. Pero esos ciudadanos siguen —a pesar de todo— ignorando lo que es la cocaína.
   A los cocainómanos les sucede totalmente lo contrario: saben lo que es la cocaína, viven con el pensamiento en ella; pero ninguno ha puesto jamás en contacto su organismo con el famoso alcaloide. Les ocurre exactamente igual que a los barítonos de zarzuela, que desde el escenario dicen siempre a grandes voces —y secundados por la orquesta— que ellos vuelven locos a las mujeres; y en la realidad no se acerca jamás a ellos una mujer, como no sea para ofrecerles un décimo de la Lotería o para preguntarles dónde está la calle de Leganitos.
   Pueblos más sabios que el nuestro han dado al mundo multitud de individuos que consumen la cocaína a toneladas. El ochenta por ciento de ellos muere intoxicado. Es hermoso. Es hermoso como todo cumplimiento del deber.
   A nadie se le oculta que el deber de un mozo de cuerda es llevar bultos. No debe ignorarse tampoco que el deber de un cocainómano es morir intoxicado. Los cocainómanos españoles se resisten a comprenderlo así, y de esta estúpida resistencia nace la triste realidad de que en España haya tanto imbécil y de que a las siete de la tarde, por ejemplo, estén llenos todos los cafés de Madrid. Hay demasiado público en todas partes, aunque algunos empresarios de teatro lo nieguen.
   ¿Y entonces?
   (Lo pondré en francés, que hace más bonito.)
   Et alors?...
   ¿Cómo se explica que casi ningún compatriota muera intoxicado por la cocaína y que, no obstante, la Policía descubra tanta venta clandestina de esa sustancia?
   Todo me lo ha puesto en claro un farmacéutico amigo. Me ha dicho.
   —Era preciso no hacer el ridículo a los ojos del extranjero. Todo el mundo consumía cocaína, menos España. Y ahora, al fin, se consume en grandes cantidades. La vendemos nosotros en sustitución del perborato, para limpiar los dientes.

BESTIARIO DEL CIRCO, Pepe Viyuela

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PEPE VIYUELA, Bestiario del circo, Medusa, Madrid, 2003, 229 páginas.

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En el Prólogo (pp. 9-11) Andrés Aberasturi elogia al polifacético autor: "Bendita sea tu humildad de torpe equilibrista en esta cuerda floja de la vida, porque nos enseñas que tropezarse y caer puede ser maravilloso". Hermosamente Ilustrado por Miguel Cubero.
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EL TRAPECIO
        
   El trapecio ha resultado ser hijo de Ariadna. Fue tejido con el hilo que otorga al hombre la posibilidad de escapar del laberinto de lo terreno y aproximarse a lo divino, una colosal tela repleta de ilusiones esbeltas, que dibuja en el espacio la constelación de la fantasía.
   A quien osa trepar hasta, él le brotan alas, aquellas que le permiten escapar, con precisión felina, del ansia aparentemente inexorable de la araña letal, inmensa e invisible, que pugna por tragarlos y los persigue hasta en los sueños.
   Combinación geométrica viva, sin libro ni manual que recoja el vasto cúmulo de trayectorias impensadas, pero descritas por la poesía de la magia, el riesgo y lo temerario.
   Sistema nervioso que transmite a nuestra espalda el vértigo del otro, del que se juega la vida a una pirueta, a un triple giro o a un volteo con ojos vendados.
   Fue columpio en el Olimpo, donde las divinidades acunaron su deseo de humanidad, y donde se amaron con los mortales y se engendraron los ángeles.
   Es la duda trigonométrica y latiente que se debate entre escaleno e isósceles, espejo de paralelos e hipotenusas enamoradas del ángulo recto y del agudo, de sirgas trastocadas, ahogadas en la cintura frágil de la bella trapecista, sirena que se burla del infierno en manos del portor.
   Es la cábala del aire dictando melodías a los ojos, es el éter en cuerdas enojadas y siempre en lucha con lo grave, es un ovillo ordenado de canciones contra el polvo de la muerte.

FÁBULAS, Robert Louis Stevenson

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ROBERT LOUIS STEVENSON, Fábulas, Rey Lear, Madrid, 2010, 128 páginas.

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En el Prólogo (pp, 13-15) Rodolfo Alifano señala que esta edición, traducida por Catalina Martínez Muñoz, añade dos relatos (El simio científico y El relojero) a la prologada por Borges (Editorial Universitaria, 2004).
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 EL DISTINGUIDO EXTRANJERO

   Una vez llegó a este mundo un visitante de un planeta vecino, y se encontró en el lugar de su descenso con un gran filósofo que iba a encargarse de enseñárselo todo.
   Primero cruzaron un bosque, y el extranjero se fijó en los árboles.
   —¿Quiénes son? —preguntó.
   —Son sólo vegetales. Están vivos, pero carecen de cualquier interés.
   —No sabría yo qué decirle. Parecen muy educados. ¿Nunca hablan?
   —No tienen ese don —dijo el filósofo.
   —Pues a mí me parece que los oigo cantar —dijo el otro.
   —Es sólo el viento entre el follaje —señaló el filósofo— Le explicaré la teoría de los vientos: es muy interesante.
   —Bueno —dijo el extranjero— me gustaría saber qué piensan.
   —No pueden pensar —repuso el filósofo.
   —No sabría yo qué decirle —respondió el extranjero. Posó una mano en un tronco y añadió—:
   —Me gusta esta gente.
   —No son gente —contestó el filósofo—. Sigamos.
   A continuación llegaron a un prado, donde había vacas.
   —Qué gente tan sucia —observó el extranjero.
   —No son gente —respondió el filósofo—. Y le explicó lo que era una vaca, en términos científicos que he olvidado.
   —Eso me da lo mismo —dijo el extranjero— pero ¿por qué no levantan la cabeza?
   —Porque son herbívoros —explicó el filósofo— , y vivir de la hierba, que no es un alimento muy nutritivo, requiere tanta concentración que no tienen tiempo ni de pensar, ni de hablar ni de contemplar el paisaje o asearse.
   —Bueno, supongo que es una forma de vida, aunque yo prefiero a la gente de cabezas verdes dijo el extranjero.
   Finalmente llegaron a una ciudad, llena de hombres y mujeres.
   —Qué gente tan extraña —observó el extranjero.
   —Son los habitantes de la nación más grande de este mundo —dijo el filósofo.
   —¿De verdad? —preguntó el extranjero—. No lo parecen.


CUENTOS PARA NIÑOS NO TAN BUENOS, Jacques Prévert

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JACQUES PRÉVERT, Cuentos para niños no tan buenos, Libros del Zorro Rojo, 2011, 68 páginas.

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Con una nueva traducción de Juan Gabriel López Guix y diseño de Sebastián García Schenetzer, Libros del Zorro Rojo edita de nuevo este libro publicado por Gallimard en 1963. Las ilustraciones, que ya acompañaban al texto en la edición de Alfaguara, son obra de Elsa Henríquez.
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EL JOVEN LEÓN ENJAULADO

   Un joven león crecía en cautiverio, y cuanto más crecía más gruesos se hacían los barrotes de su jaula. Al menos eso creía el joven león. En realidad, lo cambiaban de jaula mientras dormía.
   A veces, venían unos hombres y le arrojaban polvo en los ojos; en otras ocasiones, le daban con el bastón en la cabeza. Él pensaba: «Son crueles y bestias, pero podrían serlo mucho más. Han matado a mi padre, han matado a mi madre, han matado a mis hermanos... Un día, seguramente, me matarán a mí, ¿a qué esperarán?».
   Y él también esperaba. Pero no ocurría nada.
   Un buen día hay novedades. Los muchachos de la casa de fieras colocan bancos delante de la jaula, entran unos visitantes y se instalan.
   Curioso, el león los contempla...
   Los visitantes están sentados y parecen esperar algo. En ese instante llega el revisor para ver si todos tienen su entrada. Un señor pequeño se ha sentado en la primera fila, pero no tiene la suya. Entonces el revisor lo echa dándole patadas en la barriga mientras todos los demás aplauden.
   Al león le parece muy divertido y cree que los hombres se han vuelto más amables y que acuden a verlo de pasada.
   «Hace ya diez minutos que están ahí —piensa— y nadie me ha hecho daño. Es excepcional, me vienen a visitar sin más, me gustaría hacer algo por ellos.»
   Sin embargo, la puerta de la jaula se abre bruscamente y aparece un hombre gritando:
   —¡Vamos, Sultán, salta, Sultán!
   Y el león se ve embargado por una legítima inquietud porque nunca ha visto a un domador.
   El domador tiene una silla en la mano, golpea con ella los barrotes de la jaula, la cabeza del león y un poco por todas partes; una pata de la silla se rompe, el hombre tira la silla y, tras sacar del bolsillo un gran revólver, se pone a disparar al aire.
   Pero ¿qué es esto? dice el león por una vez que tengo visitas, aparece un loco, un energúmeno que entra sin llamar, rompe los muebles y dispara sobre mis invitados, ¡menuda falta de educación!
   Y, saltando entonces sobre el domador, se dispone a devorarlo, más por deseo de poner un poco de orden que por pura gula.
   Algunos espectadores se desmayan, la mayoría huye, el resto se precipita hacia la jaula y saca al domador por los pies, no se sabe muy bien por qué, pero el pánico es el pánico, ¿verdad?
   El león no comprende nada, sus invitados lo golpean con los paraguas, hay un alboroto tremendo.
   Solo un inglés permanece sentado en su rincón y repite:
   —Lo había dicho, tenía que suceder, lo dije hace diez años...
   Entonces todos los demás se vuelven contra él y gritan:
   —¿Qué dice usted? ¡Todo lo que ocurre es por su culpa, sucio extranjero! A ver, ¿ha pagado su entrada?
   Etcétera, etcétera.
   Y el ingles también recibe golpes con los paraguas.
   «¡Mal día también para él!», piensa el león.


CUENTOS PENDIENTES, Eduardo Gotthelf

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EDUARDO GOTTHELF, Cuentos pendientes, Ruedamares, Neuquén, 2007, 152 páginas.

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EL RÍO SAGRADO

   El astrólogo de la corte había calculado que cada 11.000 años, durante el solsticio de verano, el sol, la tierra y la luna volvían a la misma posición relativa en dos días consecutivos.
   «Ayer a esta hora los astros estaban en el mismo sitio, el agua corría igual y mis pensamientos eran idénticos. ¡Acabo de bañarme dos veces en el mismo río!» se dijo, lleno de gozo.
   Al salir del agua fue arrestado por un grupo de soldados extranjeros. Era la avanzada de un ejército que durante la noche había conquistado el territorio, reemplazado al rey, modificado las leyes y cambiado el nombre del río. 

ÚLTIMAS NOTAS DE THOMAS F. PARA LA HUMANIDAD, Kjell Askildsen

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 KJELL ASKILDSEN, Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, Lengua de Trapo, Madrid, 2003, 128 páginas.

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THOMAS

   Soy terriblemente viejo. Ya me resulta casi tan difícil escribir como andar. Voy despacio. No logro más que unas cuantas frases al día. Y hace poco me desmayé. Se estará acercando el final. Fue mientras estaba resolviendo un problema de ajedrez. De repente, me sentí extenuado. Tuve la sensación de que la vida misma se estaba extinguiendo. No dolía. Sólo era un poco incómodo. Y luego debí de perder el conocimiento, porque cuando lo recobré, tenía la cabeza sobre el tablero de ajedrez. Reyes y peones tirados. Es exactamente como desearía morirme. Será pedir demasiado, supongo, poder morirse sin dolores. Si cayera enfermo con muchos dolores y supiera que la enfermedad y los dolores iban a ser para siempre, me gustaría tener un amigo que pudiera facilitarme la entrada en la nada. Es cierto que las leyes lo prohíben. Desgraciadamente, las leyes son conservadoras, de modo que los médicos alargan los dolores de un ser humano, incluso cuando saben que no hay esperanza. Eso se llama ética médica. Pero nadie se ríe. Las personas que tienen dolores no suelen reírse. El mundo no es misericordioso. Se dice que, durante las grandes depuraciones en la Unión Soviética, a los condenados a muerte se los mataba de un tiro en la nuca, camino del tiempo de espera en sus celdas. De repente, sin previo aviso. A mí eso me parece un atisbo de humanidad en medio de tanta miseria. Pero el mundo protestó: a menos habrían de tener derecho a morir de cara al pelotón de ejecución. El humanismo religioso no es poco cínico, ay, o el humanismo en general.
   Pero como dije, me desperté con la cara entre las fichas de ajedrez. Por lo demás, era casi como despertarse después de un sueño normal y corriente. Me sentía un poco aturdido. Sólo se me ocurrió volver a colocar las fichas, pero era incapaz de concentrarme. Estaba a punto de sentarme junto a la ventana cuando llamaron a la puerta. No abro, pensé. Será un evangelista para hacerme creer en la vida eterna. Últimamente han proliferado mucho. Parece que la superstición esta viviendo un auge. Pero volvieron a llamar y empecé a dudar. Los evangelistas suelen llamar sólo una vez. De manera que grité «Un momento» y fui a abrir. Tardé. Era un chico. Vendía lotería de la banda de música del colegio local. Los premios constituían una burla no intencionada hacia los viejos: bicicleta, mochila, botas de fútbol y cosas así. Pero no quise mostrarme negativo y le compré un boleto. Y eso que no me gusta la música de banda. Pero el monedero estaba encima de la cómoda, y tuve que decirle al chico que entrara conmigo. De otro modo, hubiera tenido que esperar muchísimo. Iba justo detrás de mí. Seguro que jamás había andado tan despacio. De camino hacia la habitación, acorté el tiempo preguntándole qué instrumento tocaba. «Bueno, no sé», contestó. Me pareció una respuesta extraña, pero supuse que era tímido. Yo podría ser su bisabuelo. Tal vez incluso lo fuera. Sé que tengo muchos bisnietos, pero no conozco a ninguno de ellos. «¿Te duelen mucho las piernas?», preguntó el chico. «No, lo que pasa es que son muy viejas», contesté. «Ah, bueno», dijo, probablemente más tranquilo. Ya habíamos llegado a la cómoda, y le di el dinero. Entonces me invadió un ataque de sentimentalismo. Me pareció que el chico había empleado mucho tiempo para vender un solo boleto. De modo que le compré otro más. «No hace falta», dijo él. En ese instante sentí un mareo. La habitación empezó a dar vueltas. Tuve que agarrarme a la cómoda, y el monedero abierto se me cayó al suelo. «Una silla», dije. Cuando me la hubo dado, el chico se puso a recoger el dinero, que estaba disperso por el suelo. «Gracias, chico», dije. «De nada», contestó. Dejó el monedero encima de la cómoda, me miró muy serio y dijo: «¿Nunca sales?». En ese momento me di cuenta de que seguramente había salido por última vez. No quiero correr el riesgo de desmayarme en la acera. Eso significaría hospital o residencia de ancianos. «Ya no», contesté. «Ah», dijo él, de un modo que me hizo ponerme sentimental de nuevo. No soy ya más que un viejo bufón. «¿Cómo te llamas?», pregunté, y la respuesta no hizo más que empeorar el asunto. «Thomas». Por supuesto, no quise decirle que yo me llamaba igual, pero me dejó con una sensación muy rara, casi solemne. Bueno, no era de extrañar, pues las campanas acababan de doblar por mí, por así decirlo. De manera que de repente se me ocurrió darle al chico algo para que se acordara de mí. Ya lo sé, ya lo sé, pero yo no era yo. Le dije que cogiera de la biblioteca el búho tallado. «Es para ti —dije—, es aún más viejo que yo». «Ah, no —dijo él—, ¿por qué?». «Por nada, chico, por nada. Gracias por tu ayuda. Cierra la puerta cuando salgas, por favor». «Muchas gracias». Luego se marchó. Parecía muy contento. Pero tal vez estaba disimulando.
   Desde entonces he tenido más mareos. Pero he colocado las sillas en lugares estratégicos. La habitación parece muy desordenada así. Da la impresión de que no vive nadie. Pero yo aún vivo aquí. Vivo y espero.

CIUDADES PARA ERRANTES, Rosalba Campra

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ROSALBA CAMPRA, Ciudades para errantes, Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, 2007, 96 páginas.

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A PUERTAS CERRADAS


   Hay una ciudad donde los ríos nunca pasan. Ni los peregrinos, ni los pájaros que van hacia el Sur. La ciudad está cerrada por tres filas de murallas cada una con una puerta, cerrada.
   El rey las mandó cerrar cuando murió su hijo, pero era demasiado tarde, la muerte ya había salido, y no pudieron alcanzarla.
   Tampoco volvió a entrar.
   Todos estamos ahí, y esperamos, y la arena se amontona en los aljibes, pero lo peor de todo es la memoria.

FÁBULAS, Robert Louis Stevenson

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ROBERT LOUIS STEVENSON, Fábulas, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2004, 90 páginas.
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En el Prólogo (pp, 9-11) de esta edición traducida y prologada por Jorge Luis Borges y Roberto Alifano leemos:  "...Stevenson heredó la moral rigurosa del calvinismo, aunque no los dogmas. Descreyó de un Dios personal y de la inmortalidad personal". 
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EL ENFERMO Y EL BOMBERO

   Había una vez un enfermo en una casa incendiada, a donde llegó un bombero.
   —No me salve —dijo el enfermo—. Salve a los que están sanos.
   —Tendría usted la bondad de explicarme por qué? —preguntó el bombero, que era un hombre bien educado.
   —Nada más fácil —dijo el enfermo—. Los sanos deben ser preferidos porque son más útiles para el mundo.
   El bombero quedó meditando, ya que era un hombre de cierta filosofía.
   —De acuerdo —dijo al fin, mientras se hundía parte del techo—. Pero puesto que estamos conversando, ¿cómo definiría usted el deber de los sanos?
   —Nada más fácil —replicó el enfermo—. El deber de los sanos es ayudar a los enfermos.
   Como antes, el bombero se quedó meditando, ya que no había ninguna prisa en ese hombre ejemplar.
   —Yo podría perdonarle estar enfermo —dijo por fin, mientras se caía parte de la pared—. Pero no ser tan necio.

OJO DE ORO, Alejandro Jodorowsky

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ALEJANDRO JODOROWSKY, Ojo de oro, Siruela, Madrid, 2012, 320 páginas.

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El pensamiento breve de Jodorowsky más reciente se traslada, con la publicación de este volumen, de su cuenta de Twitter al papel.

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No fuiste antes, no eres ahora, no serás después. Fuera del tiempo, ríe tranquilo.
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La angustia es una creación nuestra, una marioneta dentro de la cual vivimos.
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Cada paso es un comienzo. Aspira a ir donde jamás se llega.
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El amor es como la luna: cuando no crece, decrece.
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Cada una de mis heridas ha creado una perla.
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Agradezco los obstáculos porque devoran mis límites.
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Decía mi abuelo: «No cuentes tu dinero delante de los pobres. Cuenta a los pobres delante de tu dinero»
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Democracia: tiranía de una mayoría necia.
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Tú mismo eres la puerta y también el guardián que te prohíbe la entrada.
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Lo que es necesario, algún día será posible.

AMORES SECRETOS

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Amores secretos, Ediciones de la Universidad de Cantabria, Santander, 2008, 180 páginas.

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"El conjunto de relatos que compone este volumen es el resultado del I Concurso de Relato Breve convocado por la ECH entre sus alumnos y ex alumnos", explica Alejandro Gándara, presidente del jurado, en una Presentación en la que justifica la temática propuesta, y que también da título a la antología, como un punto de partida que "ofrecía muchas posibilidades tanto de tratamiento como de entendimiento".
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AMORES DE CINE

   Las luces se apagan. El proyector se enciende, y las partículas de polvo, iluminadas por la proyección, inician su danza en la sala. La mujer, mirando desde la cabina de proyección, ve aparecer, iluminadas a fogonazos, cabezas aquí y allá, atentas a la película.
   El proyeccionista mira también por la ventana de la cabina. Comprueba que la imagen está enfocada, y centrada en la pantalla. Durante un par de minutos, sentados en sillas altas, ven el inicio de la
película sin decir nada.
   Hacen el amor en el sillón. La sala de proyecciones, a oscuras, se ilumina al ritmo de la película, que se refleja parcialmente en el cristal de la sala en su camino hacia la pantalla. La mujer cierra los ojos, arrullada por el ronroneo del sistema de proyección, la bobina girando en el proyector.
   Sentados de nuevo en las sillas altas, contemplan juntos el final de la película, mirando por la ventanilla del cuarto de proyección. El proyeccionista pone al día, del argumento, a la mujer. La mujer le deja hablar. En la base de la espalda siente el cosquilleo que le lleva a quedarse quieta, sin hacer ruido, sin hacer comentarios, por miedo a cambiar algo y que la escena cambie.
   Antes de que aparezcan los títulos de crédito, se despiden. Siendo época de estrenos, la mujer promete volver pronto. Una vez cruzada la puerta del cine, se detiene a esperar a su marido, que aparece pasados unos minutos. De vuelta a casa, distraída, le oirá comentar la película, cuya crítica se publicará al día siguiente en el periódico.

Pablo Quintana

TENDRÁS ESTRELLAS QUE SABEN REÍR, Antoine De Saint-Exupery

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, Tendrás estrellas que saben reír, Bruño, Madrid, 2012, 48 páginas.
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 Subtitulado Pensamientos reconfortantes de Antoine de Saint-Exupery, recoge fragmentos entresacados de El principito.
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   Me di por perdido, creí caer en un pozo de desesperación..., pero solo necesité renunciar a encontrar la paz.
   Un hombre debe vivir horas como esas para encontrarse a sí mismo y convertirse en su propio amigo.

CUENTOS, Hermanos Grimm

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HERMANOS GRIMM, Cuentos, Editorial Juventud, Barcelona, 1971 (1935), 156 páginas. Ilustraciones de Arthur Rackham.
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EL ZORRO Y EL CABALLO

   Un campesino tenía, una vez, un Caballo fiel, pero que se había vuelto viejo y ya no podía trabajar. Su amo le escatimaba la comida. Y al fin le dijo:
   —Ya no puedo utilizarte, aunque todavía te tengo cariño; si me demostraras que tienes fuerza suficiente para traer un León hasta nuestra casa, te mantendría hasta el fin de tus días. Pero, ahora, vete de mi establo.
   Y le abrió la puerta y lo dejó en medio del campo.
   El pobre Caballo estaba muy triste, y buscó en el bosque un cobijo donde resguardarse del viento y la lluvia. Pasó por allí un Zorro, que le dijo:
   —¿Por qué bajas la cabeza y vagas solitario por el bosque?
   —¡Ay de mí! —contestó el caballo—. La avaricia y la honradez no pueden vivir juntas. Mi amo se olvida de todos los servicios que le he prestado durante largos años, y como ya no puedo trabajar, no quiere mantenerme y me ha echado de su establo. 
   — ¿Sin ninguna consideración? —preguntó el Zorro.
   —El único consuelo que me ha dado ha sido decirme que si yo tuviese fuerza bastante para llevarle hasta casa un León, me guardaría y me mantendría; pero bien sabe él que esta hazaña no la puedo hacer.
   Dijo el Zorro:
   —Te quiero ayudar. Échate aquí y estira las patas como si estuvieras muerto.
   El Caballo hizo lo que el otro le dijo, y el Zorro se fue en busca del León, y le contó:
   —En el bosque hay un Caballo muerto. Ven conmigo y verás qué rico bocado.
   El León le siguió, y, cuando hubieron encontrado al Caballo, el Zorro le dijo:
   —Aquí no podrías comértelo cómodamente. Yo te diré lo que tienes que hacer. Te ataré al caballo y así podrás llevártelo a tu guarida y comértelo a tu placer.
   El plan agradó al León, que se colocó muy quieto cerca del Caballo, mientras el Zorro le ataba a él. Ataba el Zorro las cuatro patas del León con la cola del caballo, tan juntas y tan prietas y con unos nudos tan fuertes, que a la fiera le era imposible moverse. Cuando acabó su trabajo, dio una patada en el lomo del Caballo y dijo:
   —¡Vamos, amiguito! ¡Adelante!
   Entonces el Caballo se alzó y echó a correr, arrastrando al León tras de sí. Enfurecido el León, rugía tan fuerte que todos los pájaros del bosque se aterrorizaron y echaron a volar. Pero el Caballo le dejó rugir y no se detuvo hasta estar ante la puerta de su amo.
Y cuando el amo le vio llegar con el León prisionero, se entusiasmó y le dijo:
   —Ahora te quedarás conmigo por todos los días de tu vida.
   Y le alimentó, hasta que el Caballo murió.

HUA HU CHING, Lao Tse

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LAO TSE, Hua Hu Ching, EDAF, Madrid, 1995, 152 páginas.
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Explica el realizador de esta versión, Brian Walker, en qué consiste el volumen: se trata de "una serie de enseñanzas orales sobre el logro de la iluminación" que "poseen una enorme autoridad y una gran importancia, por ser literalmente para los seres humanos ordinarios un mapa de carreteras del territorio de lo divino".

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La suprema verdad no puede expresarse en palabras.
Por ello, el maestro supremo no tiene nada que decir.
Simplemente se dona a sí mismo como servidor, y nunca se preocupa.
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La conciencia sutil de la verdad del universo no ha de considerarse como un logro.
Pensar en términos de logro es colocarla fuera de tu propia naturaleza.
Esto es erróneo y engañoso.
Tu naturaleza y la naturaleza entera del universo son la misma cosa: indescriptible, pero eternamente presente.
Ábrete simplemente a esto.
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No pienses que un ser integral tiene la ambición de iluminar a los que no son conscientes o de elevar a las personas mundanas al reino de lo divino.
Para él, no existe yo y el otro, y, por ello, nadie a quien elevar; ni cielo ni infierno y, por tanto, ningún destino.
En consecuencia, su única preocupación es su propia sinceridad.

LOS AÑOS DE LA LLUVIA, Jesús Esnaola Moraza

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JESÚS ESNAOLA, Los años de la lluvia, Paréntesis, Alcalá de Guadaira, 2012, 118 páginas.

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FUTURO

   Esta vez no erraré el tiro, abuelo, pero deja de llorar, así no hay quien se concentre. Antes de elegirme debiste enseñarme a disparar como antes hiciste con otras cosas; me enseñaste a andar en bici, a defenderme en el colegio de los matones que me quitaban el almuerzo, me compraste mis primeros libros de Julio Verne y Emilio Salgari, me contagiaste tu amor en blanco y negro por Chopin. Has sido un padre para mí, pero has cumplido setenta años y hoy ha llegado la orden judicial. No quiero verte agonizar con un tiro en el estómago así que quédate quieto y descansa en paz.

FABULARIO, Eduardo Gudiño Kieffer

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EDUARDO GUDIÑO KIEFFER, Fabulario, Losada, Buenos Aires, 1969, 208 páginas.

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CIERVO

   No te sorprendas cuando encuentres al ciervo en el jardín. El ciervo es asustadizo y tu propia sorpresa puede espantarlo. Sé suave, sé silencioso, sé gentil. Cuando lo veas (será sin duda en un atardecer ocre y rojizo, con nubes como catedrales y rumor de órgano entre los eucaliptos), cuando lo veas, decía, debes simular que no te parece nada extraordinario. Un ciervo en el jardín es la cosa más natural del mundo. Con las manos en los bolsillos caminaras por los senderos de grava, sintiéndola crujir bajo tus pies. Te detendrás junto a las rosas amarillas, pero no cortarás ni una (el menor indicio de crimen puede asustar al ciervo). Cuando estés cerca, muy cerca de él podrás sonreír y extender dulcemente la mano. Los ijares del ciervo temblarán y no tendrás más remedio que volver la mano al bolsillo y dar la espalda al animal, estudiando atentamente el ir y venir de las hormigas por ese caminito que conoces de memoria. El ciervo tiene miedo, un miedo que él mismo ignora pero que desborda de sus tiernos ojos húmedos. Es el mismo miedo que estás sintiendo ya, como unos terribles dedos cariñosos acariciándote la nuca, como unos brazos amantes ciñéndote, como unos labios cálidos posándose en tus hombros y en tu columna vertebral. ¡Mira a las pobres hormigas afanándose locamente por mover un liviano pétalo de rosa! Ahora sabes que el ciervo ya no está. Trata de caminar. Prueba. Verás que lindo es saltar sobre tus cuatro patas ágiles, qué lindo es mirarse en los estanques y descubrirse un gracioso hocico negro y dos grandes ojos tristes y una profusa cornamenta. A lo lejos oirás el cuerno de caza y el furioso ladrar de la jauría. Entonces deberás huir, llevándote contigo al miedo: amado, detestado y perpetuo inquilino.

MEDITACIONES, Marco Aureliio

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MARCO AURELIO, Meditaciones, Gredos, Madrid, 1990 (1977), 228 páginas.

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En una Introducción (pp. 7-42) en la que Carlos García Gual repasa la biografía y el pensamiento del emperador romano, se subraya que, frente a su sencillez y falta de originalidad, "lo más atractivo en él es la sinceridad con que intenta vivir según esas pautas éticas. Por eso su estoicismo tiene el atractivo de la doctrina vivida, y no de la predicada." La traducción y las notas corresponden a Ramón Bach Pellicer.
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Todo es efímero: el recuerdo y el objeto recordado.
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Próximo está tu olvido de todo, próximo también el olvido de todo respecto a ti.
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La perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último, sin convulsiones, sin entorpecimientos, sin hipocresías.
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Es ridículo no intentar evitar tu propia maldad, lo cual es posible, y, en cambio, intentar evitar la de los demás, lo cual es imposible.
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Recibir sin orgullo, desprenderse sin apego.
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No sigas discutiendo ya acerca de qué tipo de cualidades debe reunir el hombre bueno, sino trata de serlo.
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¡Cómo has de ser sorprendido por la muerte en tu cuerpo y alma! Piensa en la brevedad de la vida, en el abismo del tiempo futuro y pasado, en la fragilidad de toda materia.

CUADERNO DE MICRORRELATOS, Antonio Cruz

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ANTONIO CRUZ, Cuaderno de microrrelatos, Colección Albigasta, Santiago del Estero, 2010, 56 páginas.

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RÉQUIEM

   Fue una muerte limpia. Casi podría decirse aséptica. La bala, pulida y perfecta penetró en el pecho dejando nada más que una delicada perforación en el tórax. El héroe se desplomó lentamente, con elegancia plástica mientras ángeles y arcángeles entonaban un réquiem gregoriano y polifónico. Una muerte totalmente diferente a las sangrientas, groseras e impúdicas que contemplamos actualmente en miles de páginas de Internet; una muerte distinta a la del espectáculo cotidiano; una muerte sin la obscenidad que se describe en los noticieros televisivos acostumbrados a llenar las pantallas con sangre roja y chorreante.
   Una muerte limpia y aséptica.
   Seguramente por eso, el responsable de la muerte gritó "¡Corten!… Rodamos de nuevo” y se encaró con los muchachos de “efectos especiales” para reclamarles que necesitaba más sangre en escena para poder cautivar a los espectadores del mediocre film que dirigía.

63 CLAVES PARA ESCRIBIR BUENOS MICRORRELATOS

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63 claves para escribir buenos microrrelatos (Antología del I Certamen Internacional MundoPalabras de Microrrelatos), El desván de la memoria, Madrid, 2012, 80 páginas.
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Además de ofrecer una selección con los 63 mejores microrrelatos que participaron en el I Certamen MundoPalabras, esta antología presenta salpicados entre los textos una serie de consejos e instrucciones para escribir ficción breve, de forma que el resultado que llega al lector queda notablemente enriquecido: en palabras de José Manuel Aparicio, fundador del proyecto y prologuista, "se ofrece así un valor didáctico que va más allá de la difusión de las voces literarias que lo componen".

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EL TIEMPO TAMBIÉN PASA DE NOCHE


   Se encontraban noche tras noche en la cama. Cuando ella llegaba, él ya dormía y, sin encender la luz, se tumbaba de espaldas a él.
   Una noche, a ella la despertó una pesadilla. Se sentó en la cama y encendió la luz.
   Se miraron, y se descubrieron tan viejos que prefirieron cerrar los ojos y seguir soñando.

Evelyn Aixalà (Tercer premio)

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En los espacios mínimos, exagerar es un recurso que nos conduce a la sorpresa, a lo inusual, a lo inesperado.
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Mejor si la primera línea genera la máxima tensión, que se ha de mantener hasta el final.
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Usa el contraste: lo real y lo absurdo; lo inesperado, lo previsible; actualidad y pasado; lo conocido y desconocido...
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Reflexiona y haz reflexionar al lector. Que el microrrelato sea un juego antes, durante y después de la escritura y de la lectura.
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Un buen microrrelato es como un destello, un fogonazo, el flash de una foto que nos deslumbra e impacta de repente, a veces sin precisar un suceso coherente ni lógico.
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Parafraseando a Ernest Hemingway: "En la novela el escritor gana por puntos; en el cuento por knock-out". ¿Y en el microrrelato?: por ko en el primer asalto.
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En el microrrelato todo es posible y nada es imposible, y a quien lee no le da tiempo a diferenciarlo. E incluso es mejor si deja en la duda.
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No hay nada más breve como lo que no se dice.

HISTORIAS CON TANGOS Y CORRIDOS, Pedro Orgambide

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PEDRO ORGAMBIDE, Historias con tangos y corridos, Casa de las Américas, La Habana, 1976, 184 páginas.
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FIESTA EN EL JARDÍN

   Juro que me gustaba trabajar con el señorito Julián, a quien he servido, creo, con justicia, en los muchos años que lleva en México. Me agradaba cuidar el jardín de su casa del pedregal, servir el desayuno en la veranda que da al parque, platicar con él sobre mi patria. Para él, que desde niño se aficiono a los toros, mi país era una inmensa plaza, llena de música y de sangre. Es posible que tuviera razón (el señorito Julián, debo decirlo, era muy inteligente) y nunca contradije sus convicciones. Para mí en cambio, la patria es como la madre muerta, alguien que ya no está y que, de pronto, vuelve en sueños. A casi cuarenta años de dejarla, he perdido su olor.
   Pero el señorito Julián insistía en nombrarla. Hablaba de los toros y yo veía los aviones, las bombas que estallaban en las calles, a mi madre corriendo con un crio en los brazos. ¿No es curioso? Me veía en brazos de mi madre y ya no era yo. Nadie es el mismo después de tanto tiempo.
   —¿En qué piensas? —decía mi patrón.
   —En el rosal —contestaba yo.
Juro que no mentía. Pensaba en el rosal, devorado por las hormigas, en la gente corriendo en 1936. Las hormigas. La gente.
   —Te estás volviendo tonto —me decía el señorito Julián.
   Y se reía.
   Siempre tuvo buen humor el señorito Julián. Esa es la verdad.
   Me sentía bien allí, cuidándolo, oyéndolo hablar en inglés con sus amigos mexicanos.
   —¡Ven, torero! —me decía y los amigos se reían y yo también porque lo hacían sin malicia.
   Ellos me embestían como toros (usted conoce a los jóvenes, les gusta divertirse) y yo, con el mantel, ensayaba una verónica. Las mujeres, las amigas del señorito Julián, aplaudían de alegría.
Pero esa noche tomaron más de la cuenta. Yo estaba en el cuarto de servicio, descansando, cuando ellos embistieron la puerta, cuando entraron, como toros furiosos, cuando comenzaron a golpearme.
   —¡Levántate, Hernán Cortés! —oí que ordenaba el señorito Julián.
   —¡Levántate, hijo de la chingada! —grito otro.
   Obedecí, lo mismo que aquella noche cuando llego la guardia civil, la noche que fusilaron a mi padre. Recuerdo que la luna estaba alta sobre los cerros. Iluminaba el jardín, los rosales, el muro de piedra volcánica que nos separaba de la fealdad del mundo. Me pareció ver una pistola en la mano del señorito Julián.
   Fue eso lo que me confundió. No recuerdo haber levantado la azada sobre las cabezas de aquellos jóvenes que solo querían divertirse. Juro que no lo recuerdo. Solo veo la luna, y el jardín como una inmensa plaza llena de música y de sangre.  

CUENTOS PARA NIÑOS TRAVIESOS, Jacques Prévert

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JACQUES PRÉVERT, Cuentos para niños traviesos, Alfaguara, Madrid, 1984, 69 páginas.

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Las ilustraciones son de Elisa Henríquez, la traducción de Jacqueline Conte.
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EL AVESTRUZ
 
   Mientras Pulgarcito, abandonado en el bosque, sembraba piedrecitas para volver a encontrar su camino, no sospechaba que un avestruz le seguía y se iba tragando las piedrecitas una tras otra.
   Esta es la verdadera historia, así fue como ocurrió...
   El niño Pulgarcito se vuelve: ¡Ya no hay piedrecitas!
   Ya está definitivamente perdido, ya no hay piedrecitas, ya no hay regreso; ya no hay regreso, ya no hay casa; ya no hay casa, ya no hay ni papá ni mamá.
   «¡Qué pena!», dice para sí.
   De repente oye una risa, y luego un repique de campanas y el ruido de un torrente, trompetas, una verdadera orquesta, una tempestad de ruidos, una música brutal, extraña pero nada desagradable y totalmente nueva para él. Entonces se Úsoma por entre las hojas y ve al avestruz bailando, que le mira y deja de bailar y le dice:
   El avestruz:
   —Soy yo el que hace este ruido, soy feliz, tengo un estómago formidable, puedo comer cualquier cosa. Esta mañana, ya me he comido dos campanas con sus badajos, dos trompetas, tres docenas de hueveras, me he comido una ensalada con su ensaladera y las piedrecitas blancas que ibas sembrando   también me las he comido. Súbete encima de mí, corro muy deprisa, vamos a viajar juntos.
   —Pero —dice el niño Pulgarcito— ¿ya no volveré a ver a mi padre y a mi madre?
   El avestruz:
   —Si te han abandonado es que ya no tienen ganas de volverte a ver tan pronto.
   Pulgarcito:
   —Quizá haya algo de verdad en lo que dice, señora Avestruz.
   El avestruz:
   —No me llames señora, me da dolor de alas, llámame avestruz, sin más.
   Pulgarcito:
   —Bueno, de acuerdo, avestruz, pero aun y todo, ¿qué pasa con mi madre?
   El avestruz (furiosa):
   —¿Cómo qué? No me pongas nerviosa: además, para que te enteres, no me gusta mucho tu madre, con esa manía que tiene de ponerse siempre plumas de  avestruz en el sombrero...
   Pulgarcito:
   —La verdad es que cuesta caro, pero siempre hace gastos para deslumbrar a los vecinos.
   El avestruz:
  —Más le valdría ocuparse de ti, en, lugar de deslumbrar a los vecinos; a veces te pegaba buenas bofetadas...
  Pulgarcito:
   —Mi padre también me pegaba.
   El avestruz:
   —¡Ah! El séñor Pulgarcito también te pegaba, eso sí que es inadmisible. Si los niños no pegan a sus padres, ¿por qué los padres han  de pegar a sus hijos? Además, tampoco el senor Pulgarcito es demasiado listo. ¿Sabes lo qué dijo cuando vio el primer huevo de avestruz?
   Pulgarcito:
   —No.
   El avestruz:
   —Pues dijo: «¡Qué tortilla tan buena haría!»
   Pulgarcito (soñador):
   —Recuerdo que la primera vez que vio el mar, se quedó pensativo unos momentos y luego dijo: <¡Qué barreño tan grande, lástima que no haya puentes!» Todos se echaron a reír, pero yo tenía ganas de llorar, y entonces mi madre me dio un tirón de orejas y me dijo: «¡No te puedes reír como los demás cuando tu padre gasta una broma!» No tengo la culpa, pero no me gustan las bromas de los mayores...
   El avestruz:
   —A mí tampoco: súbete encima de mí, ya no volverás a ver a tus padres, pero al menos verás otras tierras.
   —Bueno —dice Pulgarcito, y se encarama en el avestruz.
   Al triple galope, el pájaro y el niño arrancan en medio de una gran nube de polvo. En el umbral de las casas, los campesinos menean la cabeza y dicen:
   —¡Otra vez uno de esos horribles automóviles!
   Pero las campesinas oyen al avestruz que repica al galopar.
   —Oís las campanas —dicen, mientras se santiguan- será una iglesia que se escapa, seguro que el diablo va corriendo detrás.
   Y todos se atrincheran hasta la mañana siguiente, pero a la mañana siguiente el avestruz y el niño están ya muy lejos.


EL GATO DE CHESHIRE, Enrique Anderson Imbert

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ENRIQUE ANDERSON IMBERT, El gato de Cheshire, Losada, 1965, 171 páginas.
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CAOS Y CREACIÓN

   Al mundo le faltaba una criatura que pudiera consolar a todos. Entonces los hombres crearon a Dios. Sea que lo concibieran pensando en sus mejores sueños o, al contrario, que lo modelaran con el barro de la naturaleza y siguiendo las líneas del miedo, lo cierto es que Dios salió con figura humana.
   Ya el mundo estaba completo: tenía Dios.
   Las bestias, con la cabeza baja, siempre miraban hacia el suelo; los hombres, con la cabeza alta, a veces miraban hacia el cielo. Hacia dónde miraba el Dios recién inventado nadie lo pudo saber. Solo, muy solo, se quejaba de que, después de hacerlo tan parecido a los hombres, lo desterrasen sin embargo lejos de los hombres; y paseaba por los baldíos del cielo preocupado por la posibilidad de que un buen día, por inservible, los hombres lo deshicieran.


APÓLOGOS Y MILESIOS, Juan García Hortelano

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JUAN GARCÍA HORTELANO, Apólogos y milesios, Lumen, Barcelona, 1975, 129 páginas.

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En una de las secciones del libro ...y ahora, ocho flores del mal menor... (51-86) predominan las formas breves.
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TU MELENA ENCIENDE LA LUNA
        
   Reconoce ser autor también de la famosa canción “Tu melena enciende la luna”, palinodia o pamema que esta Autoridad certifica no haber oído jamas. Requerido, en consecuencia, a que circunstancie el argumento de esa música, tras una resistencia inicial, dice que, en esencia, la melena de ella, sin duda del denominado tinte pelirrojo, al ser deshorquillada o desplegada enrojece la superficie lunar, en las noches en que dicho astro o satélite desaparece en fase de novilunio. A la pregunta de que si cree en un fenómeno meteorológico de tan dudosa verosimilitud, contesta que no. Inquirido sobre la incongruencia de asegurar, sin previa comprobación y convencido de su falsedad, la tesis de que la luna enrojece (o, al menos, según admite, adquiere una tonalidad castaño obscuro) siempre que su chica se suelta el pelo, reitera la petición de telefonear a un abogado. Niega tozudamente conocer el nombre y demás filiación de la antedicha manceba, capaz de manchar de bermejo la impoluta blancura selenita. Se le reconviene, mostrándole la temeridad de sus aseveraciones, por el indudable desprestigio que se deriva para las hembras de nuestra raza, al hacerles sospechosas de deambuleos por campos o vías públicas a horas inconvenientes; se le señalan los indicios de calumnia infamante que conlleva relacionar a la fémina con los ciclos de la luna; y, por último, se le apercibe de haber cometido injuria patente al claustro materno, donde, aunque declara ignorarlo, se forman y conforman los lunares, para futuras identificaciones por parte de esta Autoridad. Convenientemente interrogado, tras una pausa o recuperación, declara que, además de haber compuesto jerigonzas como “¿Por qué, dime, se marchitan las rosas, cuando tu teléfono no contesta?”, “Si te alejas, se me llagan las manos” y “Cosecha de corazones”, ha pretendido su máxima difusión, movido por apetencia dineraria, ansias de notoriedad y (con un cinismo, que esta Autoridad cree su deber subrayar) por íntima complacencia. Añade, sin coacción alguna, que no sólo ambiciona llevar sus composiciones a labios de la juventud, sino que, a mayor abundamiento, aspira a que sean silbadas por la madurez reprimida, damas insatisfechas y burócratas, terminando, una vez más, por solicitar la presencia de un abogado. Desmiente haberse lucrado con la exhibición de sus manos llagadas, rubricando, sin embargo, las fatigas a que ha de someter a su mente y a sus neuronas hasta descubrir que se han resecado las rosas en el florero a causa de no conseguir línea con su expresada barragana. Acorralado por la evidencia, asiente al hecho incontrovertible de su anómala correspondencia con el mundo físico, astronómico, botánico y anatómico, exclamando que no le importaría, con tal de presenciarla, una explosión cósmica, que le borrase la faz al Universo. Paulatinamente excitado (lo que obliga a medidas precautorias), se debate y vocifera su necesidad de acabar de una vez, al tiempo que jura que su próxima composición se titulará “Mi madre me concibió en un lupanar”, con lo cual esta Autoridad obtiene la buscada confesión, da por finalizado el período inquisitivo y se permite recomendar el más implacable rigor, sin tener en consideración la innegable mediocridad y saboteadora cursilería del encausado, por cuanto todos estos autoconfesados hijos de prostituta resultan igualmente perniciosos y corrosivos, con independencia de sus aptitudes personales para el verso.

ESPANTAPÁJAROS, Oliverio Girondo

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OLIVERIO GIRONDO, Espantapájaros, Losada, Buenos Aires, 1991, 90 páginas.
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   A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración.
   Mientras aquéllos se pasan la vida colgados de una soga o pegando puñetazos sobre una mesa, yo me lo paso transmigrando de un cuerpo a otro, yo no me canso nunca de transmigrar.
   Desde el amanecer, me instalo en algún eucalipto a respirar la brisa de la mañana. Duermo una siesta mineral, dentro de la primera piedra que hallo en mi camino, y antes de anochecer ya estoy pensando la noche y las chimeneas con un espíritu de gato.
   ¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos fecunda… y nos hace cosquillas!
   Para apreciar el jamón ¿no es indispensable ser chancho? Quien no logre transformarse en caballo ¿podrá saborear el gusto de los valles y darse cuenta de lo que significa “tirar el carro”?…
   Poseer una virgen es muy distinto a experimentar las sensaciones de la virgen mientras la estamos poseyendo, y una cosa es mirar el mar desde la playa, otra contemplarlo con unos ojos de cangrejo.
   Por eso a mí me gusta meterme en las vidas ajenas, vivir todas sus secreciones, todas sus esperanzas, sus buenos y sus malos humores.
   Por eso a mí me gusta rumiar la pampa y el crepúsculo personificado en una vaca, sentir la gravitación y los ramajes con un cerebro de nuez o de castaña, arrodillarme en pleno campo, para cantarle con una voz de sapo a las estrellas.
   ¡Ah, el encanto de haber sido camello, zanahoria, manzana, y la satisfacción de comprender, a fondo, la pereza de los remansos… y de los camaleones!…
   ¡Pensar que durante toda su existencia, la mayoría de los hombres no han sido ni siquiera mujer!… ¿Cómo es posible que no se aburran de sus apetitos, de sus espasmos y que no necesiten experimentar, de vez en cuando, los de las cucarachas… los de las madreselvas?
   Aunque me he puesto, muchas veces, un cerebro de imbécil, jamás he comprendido que se pueda vivir, eternamente, con un mismo esqueleto y un mismo sexo.
   Cuando la vida es demasiado humana —¡únicamente humana!— el mecanismo de pensar ¿no resulta una enfermedad más larga y más aburrida que cualquier otra?
   Yo, al menos, tengo la certidumbre que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión, que me permite trasladarme adonde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo, y lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento en que me había olvidado, casi completamente, de mi propia existencia.

CUENTOS COMPLETOS (1957-2000), Juan José Saer

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JUAN JOSÉ SAER, Cuentos completos (1957-2000), El Aleph, Barcelona, 2012, 784 páginas.

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EN UN CUARTO DE HOTEL

   El cliente, durante un largo rato, se contempla, abstraído, en el espejo. Su vida pasada y sus proyectos inmediatos no bastan para distraerlo completamente de su cara, de su cuerpo desnudo. Ha engordado un poco tal vez. Ya no anda lejos de los cuarenta. ¿No está empezando a volverse transparente para las mujeres? Unos años más y será como esos hombres maduros, o esos viejos que se parecen todos entre sí, y que deambulan en las ciudades, ignorados por la muchedumbre, grises y anónimos. Recién ahora está empezando a comprobar que la vejez, qué en su primera juventud había pensado que era la edad de la sabiduría, no es otra cosa que una inmersión irreversible y lenta en la bestialidad. De los años vividos ya no le va quedando más que la carne corruptible.
   Pero esos pensamientos pasan rápido. Su compañera de viaje, que se ha demorado en la playa, entra brusca en el cuarto de baño y, rozándolo al pasar, comienza a desnudarse junto a la bañadera. El cliente la contempla a través del espejo: la carne firme, tostada, de la muchacha, se vuelve como más irrefutable y salvaje cuando ella se desata los cabellos y los desparrama con dos o tres sacudidas hábiles sobre los hombros. Después la ve refregarse la carne dura bajo la ducha, con los ojos cerrados y la cabeza alzada que esquiva sin embargo a medias y como por instinto la lluvia espesa. El recuerdo de su propia corruptibilidad se esfuma de la mente del cliente, arrasado por esa presencia densa, persistente, por esa masa de vida nítida que llena el cuarto de baño iluminado, dándole realidad y sentido.
   Mientras lo ve pagar la cuenta en el restaurant, la muchacha piensa que ese hombre con el que vive desde hace quince meses no le ha entregado, al fin de cuentas, todos sus secretos. ¿Cuál es la causa de esos silencios, de esas miradas sombrías, de esas respuestas bruscas a las que suceden, debe reconocerlo, disculpas inmediatas y sinceras? Y sin embargo, desde fuera presenta un aspecto tan saludable, tan compacto y enérgico. La enfermedad, se dice la muchacha, en esta pareja, vendría a estar más bien a mi cargo: soy bastante inestable, y mis exigencias de continuidad, de apoyo incondicional, tal vez representan para él una carga insoportable. Debería, piensa generosa, ser más abierta en el futuro, vivir el tiempo sucesivo sin obstinarme en organizarlo de antemano. Y cuando están saliendo del restaurant la muchacha, después de haber rechazado, con optimismo o tal vez con resignación, sus pensamientos problemáticos, se abandona al ademán amplio del hombre que le rodea los hombros con el brazo y la atrae hacia su pecho. Así atraviesan, lentos y felices, la ciudad desierta en dirección al hotel, en el que una hora más tarde, echados desnudos en la cama, después de copular, se abandonan, separadamente, a sus propios pensamientos y a esa disgregación lenta que precede al sueño, de la que es difícil determinar si es producto del cansancio o bien si la negrura en la que culmina no es más que el estado verdadero y continuo de la mente. Ronquidos, espasmos, suspiros y quejidos llenan, intermitentes, el silencio oscuro del hotel.
   El gerente, que está en la portería desde las ocho, los ve salir del ascensor con las valijas un poco antes de mediodía y les da la cuenta ya lista, recibiendo el dinero y guardando el vuelto que el cliente, con un movimiento de cabeza que indica los pisos superiores, ha dejado de propina para las mucamas. Después los ve desaparecer por la puerta de calle, amplia y entreabierta, y los olvida casi de inmediato, mientras hace desaparecer el original de la factura —el duplicado se lo ha llevado el cliente— entre las hojas de un libro de caja clandestino en el que va llevando, para reducir sus impuestos, una doble contabilidad. En el hall del hotel, un poco pretencioso y ya pasado de moda, no hay nadie a esa hora. El sol de septiembre entra por el ventanal que da a la vereda. Los sillones están vacíos y el televisor apagado. Durante dos o tres minutos no pasa nada (el gerente se ha quedado inmóvil junto al mostrador, pensando no sabe bien qué), hasta que de golpe, el ruido familiar del ascensor, que alguien ha debido llamar desde los pisos superiores, empieza a oírse en el hall iluminado.

DICCIONARIO DE MILAGROS, José María Eça de Queiroz

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JOSÉ MARÍA EÇA DE QUEIROZ, Diccionario de milagros, Rey Lear, Madrid, 2011, 200 páginas.
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¡Milagro, milagro! Presentación de una obra enigmática (pp. 11-15) es el ocurrente título elegido por Juan Lázaro para la descripción de este "diccionario de milagros inconcluso" (sólo contiene las dos primeras letras del abecedario) paradójicamente escrito por un escritor anticlerical de estética realista.
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   El espíritu de Apolinar se apareció a San Romualdo (907-1027 d. C.). Romualdo asistió a un duelo en el que su padre hirió de muerte a su contrincante; quedó de tal manera horrorizado que hizo promesa de retirarse del mundo durante cuarenta días e ir de penitencia al Monasterio de San Apolinar, en Rabean. Expirado ese tiempo, se disponía a dejar el convento cuando uno de los monjes, con quien le unía profunda amistad, intentó convencerlo de que entrase en la comunidad; pero Romualdo no quiso dar oídos a tal propuesta.
   —¿Qué dirías si el propio san Apolinar te insistiera? le preguntó.
   —En ese caso me sentiría obligado a obedecer.
   —Pues vela esta noche conmigo en la iglesia.
   Romualdo accedió al deseo del fraile; y no sólo aquella noche, sino también a la noche siguiente, con el cantar del gallo, se les apareció Apolinar rodeado de una vivísima luz, tras lo cual Romualdo decidió retirarse inmediatamente del siglo y consagrarse para siempre al servicio de Dios. Bollandus, Acta Sanctorum, feb., vol. II.

LOS NIÑOS TONTOS, Ana María Matute

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ANA MARÍA MATUTE, Los niños tontos, Arión, Madrid, 1956, 59 páginas. 

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Esta primera edición cuenta con las ilustraciones de Miguel Lloch.
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EL ESCAPARATE DE LA PASTELERÍA


   El niño pequeño, de los pies descalzos y sucios, soñaba todas las noches que entraba dentro del escaparate. Tras el cristal había tartas de manzana, guindas rojas y salsa de caramelo, que brillaba. Aquel niño pequeño iba siempre seguido de un perro descolorido, delgado. Un perro de perfil.
   Una noche, el niño se levantó con ojos extrañamente abiertos. Los ojos de aquel niño estaban barnizados de almíbar, y su boca tenía dientecillos agudos, ansiosos.
   Llegó al escaparate y apoyó la frente en el cristal, que estaba frío. Sintió gran desolación en las palmas de las manos. Todo estaba apagado, y nada veía. Pero aquel niño sonámbulo volvió a su choza con las redondas pupilas, de color de miel y azúcar tostado, muy abiertas.
   El sol llegó, grande, y el niño lo vio entrar. No podía cerrar los ojos y suspiraba. En aquel momento una señora caritativa asomó la cabeza por la puerta. Traía un cazo lleno de garbanzos que le habían sobrado.
   —Yo no tengo hambre. Yo no tengo hambre —dijo el niño. Y la señora caritativa, escandalizada, se fue a contarlo a todo el mundo. “Yo no tengo hambre”, repitió el niño, interminablemente.
  El flaco perrillo se marchó de allí, con el corazón oprimido. Volvió, trayendo en la boca un trozo de escarcha, que brillaba al sol como un gran caramelo. El niño lo chupó durante toda la mañana, sin que se fundieran en su boca fría, con toda la nostalgia.

RAMONERÍAS, Eduardo Berti

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EDUARDO BERTI, Ramonerías, Textos de Cartón, Córdoba, 2011, 38 páginas.

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El barómetro es un termómetro con título de nobleza.
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Los que no van al médico son impacientes.
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Un sonámbulo: un paseador de sueños.
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Las cabezas de los fósforos sí que tienen ideas fogosas.
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Los garabatos que hacemos mientras hablamos por teléfono son la taquigrafía de lo que no decimos
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Los bizcos sólo miran a los ojos a quienes tienen entre ceja y ceja.

ANTOLOGÍA PERSONAL, Isidoro Blaisten

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ISIDORO BLAISTEN, Antología personal, Desde la Gente, Buenos Aires, 1997, 128 páginas.

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LA SUERTE DE LA FEA LA LINDA LA DESEA

   Era más fea que lobizón con redecilla, pero tenía suerte. Compraba una rifa de Navidad y se sacaba todos los huérfanos de Dickens, compraba un número de la tómbola de Bruselas y se sacaba todos los repollitos, compraba un billete de la lotería de la Rioja y se sacaba todos los caudillos.
   Caminaba por la calle, procurando que el mundo no la vea, y a su paso encontraba de todo: lebreles de plata, caduceos de oro, diademas de berilo, tiaras de ópalo, sayales de púrpura.
   Tanto había acumulado, que nadaba en la abundancia: crawl, pecho, espalda, mariposa, over, cualquier estilo.
   En cambio, la pobre linda que tenía piel de alabastro, cutis de colegiala, labios de coral, dientes de perlas, boca de grana, cuello de ciesne, ojos de azabache, caderas hospitalarias, senos turgentes y cintura de avispa, no pegaba ni una.
   Vestida de percal, para ganar el pan amargo y duro, iba cual todas las mañanas camino del taller.
   Y aconteció que, una mañana de primavera en que había en el aire violines elitrosos, la vio el príncipe azul.
   No bien la vio, detuvo el corcel, ató las bridas al pie de la media estatua de Don Quijote sita en Lima y Avenida de Mayo y caminó presuroso detrás de la linda.
   —Linda, dinos el motivo de tu encanto y atractivo —dijo el príncipe azul en cuanto estuvo al lado de la linda.
   —Mi secreto es evidente —dijo la linda—. No tengo niente. Voy cual todas las mañanas para ganar el pan amargo y duro, camino del taller.
   —¡Cómo así! —exclamó el príncipe Federico (el príncipe azul se llamaba Federico)—. La crisis no debe recaer sobre las espaldas de la clase obrera. La variable de ajuste no puede ser el salario de los trabajadores.
   —Así es la vida, Federico —dijo la linda—. Ya sabes por ti mismo muchas cosas y otras irás sabiendo lentamente.
   A todo esto, lentamente, en sentido contrario, avanzaba la fea. A cada paso levantaba del suelo relicarios de ébano, incensarios de madreperla, jofainas de lapislázuli, pebeteros de malaquita, mariposas de obsidiana.
   No bien el príncipe azul vio lo que andaba levantando la fea, giró sobre sí mismo, abandonó a la linda, se puso a la par de la fea y dijo:
   —Paloma, casate conmigo, si vieras el nido que tengo escondido cerquita de aquí.
   —Al registro civil —chilló la fea, levantando un aguamanil de peltre con su correspondiente jarra del siglo XVII y un solideo de pana labrada del siglo XVI—. Al registro civil.
   El príncipe se demudó.
   —Antes —dijo—, celebremos la fecha con un aire de júbilo que cumpla la parábola. Vayamos al Grill Oriente a tomar una sidrita.
   Fueron. Desde la otra esquina la linda los vio cruzar. Se sintió más triste que un domingo a las seis de la tarde. Se sintió una basura.
   —¡Manliba mi suerte perra! —sollozó. Y siguió cual todas las mañanas camino del taller.
   Después de la sidrita, el príncipe azul desató el corcel y subió a la fea a la grupa con todo su cargamento, y partieron al galope rumbo al registro civil.
   La noche de bodas, la fea comenzó a desnudarse. Fue no más terminar de verla desnuda y el príncipe cayó fulminado, muerto de desolación.
   A la semana la fea escribió un libro. A la semana lo publicó: se llamaba Mi vida junto al príncipe y fue best-seller mundial. Cobró de regalías, neto, un millón doscientos cincuenta y siete mil dólares con cero sesenta.

LOS CONJURADOS, Jorge Luis Borges

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JORGE LUIS BORGES, Los conjurados, Alianza, Madrid, 1985, 104 páginas.

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El volumen, que constituye el último libro de poemas del escritor argentino, incluye además algunos textos breves en prosa con cierto carácter narrativo.


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EL HILO DE LA FÁBULA


   El hilo que la mano de Ariadna dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el hombre con cabeza de toro o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre, y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y volver a ella, a su amor.
   Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estab el otro laberinto, el del tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba Medea.
   El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad. 

CUENTECILLOS Y OTRAS ALTERACIONES, Jorge Timossi

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JORGE TIMOSSI, Cuentecillos y otras alteraciones, Ediciones de la Torre, 1997, 78 páginas.

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En El relato, si breve, dos veces breve (pp. 9-15) Timossi recuerda la definición del género que hace Orkény, para quien "este tipo de cuentos son ecuaciones en las que un factor es la mínima comunicación del autor y el otro es la máxima fantasía del lector".
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INMIGRACIÓN
  A Miguel Barnet
        
   El aduanero abrió la maleta de cuero gastado, comprobó que ese inmigrante portaba en ella únicamente su pesada tragedia personal, la cerró con mucho cuidado, y murmuró, como si no se refiriera a alguien en particular: «Pase, total no creo que le vaya a servir para nada».

BOTÁNICA DEL CAOS, Ana María Shua

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ANA MARÍA SHUA, Botánica del caos, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2004, 159 páginas.
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ABUELA NO NOS CREE

   —¿Por qué me sacaron de mi casa?—pregunta mi abuela, los ojos extraviados.
  —Ésta es tu casa, ¿ves?. El empapelado con flores de lis, ¿ves?. La colcha con la quemadura de cigarrillo, ¿ves?. La cocina verde, con la puerta de la alacena verde, ¿ves?
   La abuela no ve y llora con desconsuelo.
   —Me trajeron aquí para robarme mi casa.
   Pero no fuimos nosotros, quisiera decirle... El tiempo ladrón te trajo aquí, y se quedó con todo.

HISTORIAS DE LOCOS, Miguel Sawa

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MIGUEL SAWA, Historias de locos, Renacimiento, Sevilla, 2010, 144 páginas.

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Sergio Constán, encargado de la edición del texto, convenientemente anotado, escribe en Miguel Sawa, a la sombra de una sombra (pp. 9-28): "Las ficciones reunidas en Historias de locos, se insertan en esa escuela finisecular que halló, en los inusitados desórdenes de la mente humana, su fuente de creación literaria".
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EL GENIO DE LA ESPECIE

   —¡Doctor, doctor, soy feliz!
   El médico, de pie ante  el lecho del enfermo, se  llevó un dedo a la boca, en actitud de imponerle silencio.
   —¡Oh, déjeme usted que hable! Necesito darle gracias a Dios por lo bueno que ha sido conmigo. Todas mis palabras van dirigidas a Él. Todas mis palabras son oraciones.
   Y echándose a reír de repente:
   —¡Pero qué bestias son los hombres! Todo lo extraordinario les asusta, todo lo anormal les admira. Para ellos la vida es una línea recta, de la que arranca una1 curva, a la que llaman la muerte. Y todos tenemos que ir por esa recta y acabar en esa curva. Ley universal. La naturaleza, dicen, es inmutable. ¿La inmortalidad del espíritu y de la materia? ¡Paparrucha!
   Y revolviéndose furioso en el lecho:
   —¡No. me interrumpa usted, doctor! ¡Le digo a usted que la humanidad es imbécil! ¡Sólo Dios, por ser Dios, es grande!
   Y rechinando los dientes de rabia:
   —¡Oh, esos mentecatos!... Nadie, salvo usted, ha entendido mi enfermedad. Oiga usted a esos pedantes diagnosticando. «Los vasos capilares que se desbordan en sangre y anegan el corazón, el vientre que se hincha congestionado por la hidropesía», etc., etc. ¡Majaderos! Para ellos, créalo usted, doctor, me he desviado de la linea recta y voy caminando ya por la curva. ¡Pues bien, no, señores médicos, se han equivocado ustedes; mi corazón funciona con absoluta regularidad, y en cuanto a la hinchazón del vientre yo les aseguré que es perfectamente natural, que es uno de tantos fenómenos propios de mi estado.
   El médico asintió:
   —Uno de tantos fenómenos.
   Pero el enfermo, cada vez más excitado, siguió gritando:
   —¡Pues no han querido hacerme casó! Les he hacho el proceso de mi enfermedad, iniciada, como sabe usted hace nueve meses, y se han reído de mi, creyendo que deliraba. ¡Váyales usted a esos hombres de la línea recta a hablarles de las maravillosas transformaciones de que es capaz el organismo humano, de los milagros, si quiere usted así llamarlos, con que Dios favorece a veces a las criaturas! De seguro que me han tomado por loco, Gracias a que creyéndome en peligro de muerte, han tenido lástima de mí y no me han aplicado la camisa de fuerza.
   Y después de unos momentos de silencio:
   —¡Las leyes inmutables de la Naturaleza! ¿Pero por qué el hombre no ha de ser apto para la concepción y para la maternidad? ¿Por qué las entrañas del macho no han de ser fecundas corno las de la hembra?
   Callose el mísero, anonadado y sin fuerzas, y de pronto se irguió bruscamente sobre la cama, elevó los ojos a lo alto y murmuró con voz grave:
   —¡Gracias, Dios mío, por el bien que me has hecho!
   Y dirigiéndose al médico, que le observaba intranquilo:
   —Gracias a usted también, doctor, por no haberse burlado de mi como los otros.
   Y llorando y riendo al mismo tiempo:
   —¡Oh, si usted supiera!... Mi única ambición, mi único deseo en la vida, ha sido tener un hijo, muchos hijos... ¡No he aspirado a nada más! Cuando me convencí de que mi mujer no era apta para la maternidad, busqué en el adulterio el hijo que me negaba el amor legítimo. Pero Dios no quiso concedérmelo, sin duda porque no me lo merecía. Llegué a odiar a mi mujer, que murió desesperada. Llegue a odiar todas las mujeres. Cuando veía un niño en brazos de su padre lloraba de rabia. Una vez, en el Retiro, engatusé a un pequeñuelo para que se viniera conmigo, pero me lo quitaron antes de llegar a casa. Y a medida que pasaba el tiempo y me iba haciendo viejo mi estéril amor a los niños iba en aumento. Estas pasiones no satisfechas suelen llevar a la locura. Clamé a Dios, pidiéndole que acelerase el momento de mi muerte. Y cuando me confiné en la cama, esperando impaciente que llegase mi última hora, mi vientre comenzó a hincharse, a hincharse... El milagro se había hecho, yo no sé cómo... (ya sabe usted que no hay explicación para los milagros). Llamé a mi médico, y después a otro, y después a otro... Pero todos se reían de mí, nadie quería creer en el hecho extraordinario. Consulté a los más afamados tocólogos, ¡y los insensatos se negaron a reconocerme! Y mientras tanto la enfermedad —llamémosla así— seguía su curso natural; mi vientre se hinchaba cada vez más, y yo sentía dentro de él un peso que me abrumaba... el peso de una montaña. ¿Qué era aquello? Según los médicos, aquello, aquel peso, era agua; según yo, aquello era el hijo esperado hacia tanto tiempo, era que Dios se apiadaba de mí y hacía fecundas mis entrañas.
   Y exaltándose de nuevo, exclamó a grandes gritos:
   —¡Ahora se ha de saber la verdad, ahora se ha de saber quiénes son los locos, si ellos o yo, porque ha llegado el momento del milagro!
   El médico le interrogó.
   —¿Vuelven los dolores?
   —Sí... vuelven.., terribles.., horribles... Parece que mi pobre vientre va a abrirse, va a romperse, va a estallar. ¡Y qué angustia en el corazón!... ¡Doctor, doctor, ha llegado la hora! ¡Mis entrañas se desgarran!. .. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Al fin va a saberse la verdad!
   —Sí, tiene usted razón; ha llegado la hora. No se mueva usted. El parto se presenta normal... Quieto... Voy a por los fórceps.
   —¡Ah! ¿Pero es preciso emplear los hierros?
   — Sí... se trata de un caso extraordinario. Pero no tenga usted cuidado. Respondo de todo, Vamos a anestesiarle para que no sufra usted nada.
   —No tema usted, doctor, no me quejaré... Sabré someterme al castigo que Dios impuso a la mujer: «Parirás con dolor.»
   El  enfermo abrió los ojos, velados ya por la eterna sombra.
   —¿Qué ha sido, doctor, niño o niña?
   —Niño.
   —¿Vive?
   —No... nació muerto.
   —¡Ah, Dios mío, todo inútil! ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?
   Y cerró de nuevo los ojos para no volverlos a abrir más.